Las llamadas “Altas Cortes” terminarán reivindicando la “independencia” de los tribunales anterior a la reforma judicial, en lo que concierne por lo menos a la Suprema Corte de aquellos lejanos días de Néstor Contín Aybar, con la salvedad de que ahora no se duermen en las sesiones por razones atribuibles a la edad de los actuales.

Entonces por lo menos se guardaban las apariencias y la solemnidad propia de las funciones y sus miembros, con largo historial de ejercicio, no daban muestras de militancia política alguna. Como ahora la justicia respondía a una directriz, entonces desde el Palacio hoy desde una fundación, pero difícilmente un juez visitaba o se reunía con un acusado a quien tocara juzgar.  Se habla ahora con insistencia de visitas de un  acusado por el Ministerio Público al apartamento de un juez, a horas visibles, sin guardar el cuidado que encuentros de esa naturaleza exigen.

Sólo los ilusos se hacen la idea de que ese caso, el más sonado de corrupción política de la historia moderna dominicana, superior incluso a la quiebra fraudulenta del Baninter, será juzgado con imparcialidad, conforme al buen derecho, y es poco probable que se realice una investigación seria y se lleve a juicio el grueso expediente elaborado por la Procuraduría General que muestra la enorme y trágica dimensión de la corrupción e impunidad que rodea a ese y otros casos pendientes.  El curso que ese expediente y otros de idéntica magnitud acabarán enseñándole al país el verdadero objetivo de la conformación de esa Corte: el dominio y control del aparato judicial para proteger un liderazgo ambicioso sin límite moral que pretende adueñarse de la nación y hacer de ella una hacienda en la que las leyes y la Constitución sean el fruto de su voluntad personal.

Si la Suprema Corte no defiende el derecho del pueblo a una justicia decente e imparcial, ¿qué o quién lo garantizará?