Las misteriosas claves del amor son infinitas. No existe llave que abra el cerrojo para explicarnos sus secretos. María Félix, la diva mexicana, nos deslumbra y nos confunde al mismo tiempo. Quién, sino ella, es capaz de decir palabras de este tipo "No te sientas mal si alguien te rechaza, la gente normalmente rechaza lo costoso porque no puede pagarlo" Para mí es comprensible que una mujer tan exquisita y enigmática como ella, fuera la esposa de hombres como Enrique Álvarez Alatorre, Jorge Negrete, Alex Berge o Antoine Tzapoff. Lo puedo entender fácilmente, pero que esta misma mujer cayera en brazos de un hombre como Agustín Lara entra dentro de lo quimérico. De aquí viene lo del cerrojo, ¿qué llave tan especial tuvo que usar Lara para abrir un corazón de tantas combinaciones?
Tenemos que remontarnos a su figura, acercarnos a ese hombre acostumbrado a destrabar corazones tan herméticamente cerrados como la bóveda de un banco. Una suma de episodios fueron forjando una personalidad enigmática y seductora al mismo tiempo, aún a pesar de no ser un hombre atractivo físicamente. Parece ser que esa vida, iniciada en los prostíbulos mexicanos a la edad de quince años, le fue enseñando a lidiar y con acierto en el mundo femenino. Tan solo una vez fue corneado en el rostro de manera fatal, por una de aquellas chicas. Una botella rota marcaría para siempre su mejilla, una cicatriz que llevó consigo el resto de sus días.
Sin embargo y a pesar de ello, sus legendarios amores con distintas mujeres como Esther Rivas Elorriaga, Angelina Bruschetta Carra, Carmen “La Chata” Zozaya, Yolanda “Gigi” Santacruz Gasca, Clara Martínez, sin olvidar por supuesto a María Félix entre muchas otras, están cargados de anécdotas y episodios que parecieran salir de alguna novela de Flaubert.
Su carácter a veces irascible, otras melancólico y soñador le convirtió en una especie de dandi mexicano de los bajos mundos. Los cabarets y clubs nocturnos le prepararon para llegar a ser un tigre de la selva, presto a devorar a sus presas en las noches de ensoñaciones románticas, entre alcohol, un piano y las volutas de humo de un cigarrillo. Quizás sin su cadavérica figura y esa cicatriz que le cruzara el rostro, sus hazañas de gran conquistador, tal vez no hubiera suscitado tanta admiración. Pero es innegable que a los seres humanos nos atrae lo inexplicable, ese misterio que envuelve a aquellos que son capaces de romper moldes y Agustín Lara encajaba perfectamente en esos detalles de la morbosidad imaginaria colectiva. Él mismo se encargó de fomentar de mil maneras su propia leyenda.
Sus canciones lograron una clara disección de la realidad mexicana de principios del siglo pasado. Sus letras sacaron a la luz el universo, aparentemente oculto, de la mujer de este país. Él cantó a las prostitutas, a las empleadas domésticas y a las mujeres comunes de una sociedad que penetró con bisturí para mostrar lo que había detrás de las bambalinas. Lara fue un hombre atrevido y de enorme arrojo y eso lo hacía visible a la mirada femenina e impedía distraer los ojos en su delgadez y en una fea cicatriz. Canciones emblemáticas como Noche de ronda, María bonita, Aventurera, Arráncame la vida o Solamente una vez, entre más de setecientos temas, atestiguan su poder. Lo que me parece más interesante en él es cómo fue capaz de dar claridad al lado oscuro de una sociedad, hasta cierto punto hipócrita y que ocultaba un México ignorado y a veces sórdido, perdido entre bares.
Esta generación desconoce el submundo que existe bajo la luz tenue de un biombo y una música triste que suena a altas horas de la noche. Los diálogos entre el cliente de ocasión y la mujer que le hace de anfitriona están cargados de todo aquello que no se dice fuera de ese lugar. No existe tratado filosófico, estudio sociológico ni antropológico siquiera, capaz de describir lo que el “flaco de oro” logró trasmitir con sus canciones. De ahí esa llave maestra que abrió los corazones de las más complejas combinaciones.