Agradecimiento

Al Alcalde Noel Mora

A los Regidores todos con iniciales de la Jota:

Junior Martínez, Presidente, Joseline Genao, única mujer; José Javier, Juan Carlos Díaz y Jorge Luis Castro por haber aprobado la Resolución No. 36 el 3 de mayo de este año, por medio de la cual se organizó este acto.

Señoras y señorss

Empezaré revelando algunos detalles por la siguiente razón: Parece mentira, pero es verdad: Es la primera vez en mi larga vida, que recibo un Reconocimiento Público por mi labor literaria, en el lugar donde llegué al mundo. Ni siquiera cuando yo en 1979 con Goeíza y Francisco Nolasco Cordero en 1982,  con Tu sombra)3, ganamos  los Premios Siboney que eran los más importantes del país, recibimos una nota de felicitación de los incumbentes de nuestro Cabildo.

De ahí que sea una agradable sorpresa que nuestro Ayuntamiento en plena democracia haya hecho este acto, justamente el día que arribo a la pareja de ochos que hoy cumplo, como un regalo de cumpleaños, que agradezco con toda humildad, en ocasión de haber recibido el Premio Nacional de Literatura.

No menos sorprendente ha sido la actitud de Monseñor De la Cruz Baldera con manifestar su deseo de estar presente, aunque no pudo asistir, empelro, aprovechamos para agradecerle el voto que diera a nuestro favor como representante en esa ocasión de la PUCAMAIMA, lo mismo que los funcionarios y amigos que han venido de San Francisco de Macorís. A todos, como a mis amigos y familiares, escritores y artistas, de aquí o que se hayan desplazado. Realmente estoy abrumado.

Dicho esto, creo oportuno, a mi vez, dedicarle unos minutos a unas evocaciones personales, pimenteleñas y literarias.

Detallles de mi nacencia

Ocurre que puedo decir que fui un esperado casi desesperado. Mis padres, Manuel María Mora Jiménez y María Ofelia Serrano Castro, casaron después de la recuperación de papá de  la Influenza, durante la cual tuvo la cariñosa y paciente compañía de mamá que se encargó de cuidarlo, el día 31 de diciembre de 1919, casi hace 102 años y durante los primeros 14 de vida matrimonial, siendo mi padre un padrote, sin que mamá tuviese signos de estar antojada, la situación era desesperante.

Hasta que un día, cuando ya vivíamos en La Carretera, en la entonces Avenida Germán, en el solar compartido con la abuela Cecilia Jiménez Arnaud, ésta me contó que una mañana vio a mamá ramoniando hojas raras y se dijo: Parece que Fella se está antojando. Naturalmente fue una alegría que después de tantos años, al fin, los esfuerzos de amorosas noches iba a tener una solución. Como entonces no había forma de saber el sexo del feto y papá quería su varón legítimo, había que esperar al alumbramiento: Nunca mejor dicho: El día que uno se deslumbra viendo la luz primera.

Ocurrió en la vieja casa paterna, aquella mañana del miércoles 5 de septiembre de 1933, a las 10.10 de la mañana vine al planeta, con la asistencia de los doctores Felipe J. Achécar y Julio Senior, y las comadronas Miss Rita Bagowit y Corina Fernández de Pérez, Mamá Cora, que terminarían su labor después del mediodía. Como era un caso raro, más de medio pueblo supo del acontecimiento, y al otro día, casi 24 horas después, a las dos de la tarde del día 6, se apersonó mi padre junto al Dr. Felipe J. Achécar y a mi tío Benito Castro Serrano al Oficialato Civil a hacer la declaración formal ante Arturo Polanco, Oficial del Estado Civil, tal como consta en el Acta de Nacimiento No. 125 folio 341 del libro “J”  del cual poseo el original in extenso que le entregaron a papá, donde él agregó el siguiente dato: Que el sacerdote canadiense José Coloumbé, Cura a la sazón de la Parroquia San Isidro Labrador, el 21 de septiembre de 1950 en la tarde, en un acto especial, procedió a oficiar junto a mis padrinos: José Israel Cepeda, Rita Bagowit, Rosa Palomino de Cruz, Luisa Paredes de Palomino, Rafael de Js. Cruz y Luis Palomino Rustán, mi bautismo cristiano.

Los doctores nominados padrinos, a quienes siempre los llamé así, Felipe J. Achécar y Julio Senior, no pudieron estar presentes, tío Benito, había muerto. Felipe expulsado por enemigo de Trujillo y Senior en Santo Domingo.

Ese bautismo fue a solicitud mía, el de un hombrecito con cédula, por estar enamorado de la que luego sería mi esposa, en un momento en que era un católico fervoroso que no perdía la Segunda Misa, a la que asistía ella, ni a lo que seguía después, porque el padre José permitía que usáramos el altar para recitar, cantar y hacer pequeños cuadros. Entre los poemas que escribí para ese teatro improvisado, recuerdo solo los versos finales de uno titulado Inocencia: Mamacita mía ¿a quien rezas tú, /pues el padre dijo y él no habla mentiras, / que en la Hostia Santa me comí a Jesús?”.

Manuel Mora Serrano lee su discurso

Origen de mi  vida y de los Mora de Bánica

Si usted averigua por la Estancia, por Platanal, por esta ciudad, de dónde son los Mora, casi a unanimidad oirá decir: Son de Bánica. Realmente, es así, y no es así. El 25 pasado en mis palabras en San Francisco de Macorís para agradecer a don Franklin Romero, el Senador de la provincia, la creación de  un concurso literario en ocasión del Premio Nacional de Literatura, con mi nombre, iniciando lo que quizás pueda ser una hermosa tradición cultural, declaré entre otras cosas, que de los 10 hijos que procrearon la abuela Cecilia Jiménez Arnaud y Andrés Mora Díaz, de los cuales papá era el mayor, falleciendo dos:  Dionisio, el segundo, que dejó a Ana Mora, llamada Ana Masón, casada con Polín Brens, es decit, que vino a Pimentel, y Francisco, que fue herido por un haitiano  y murió en Bánica. De los ocho 8 restantes, cuando a Papá lo nombraron Comisario en 1918, mandó a buscar a José Eugenio y luego con el Tronco de los Mora, como se decía La Vieja orgullosamente, a fines de los años veinte, vinieron José Sención, Fillo: María de la Cruz, Crucita; y el menor de la familia, Benjamín. En Bánica quedó Valentín, de quien su hija Ismenia o Mena, vino a vivir a La Estancia casada con Cirilo del Orbe, y en la Romana fueron a vivir y morir Emelinda y Feliciano, alías Primo,  y aunque todos los citados menos el abuelo, son baniqueros, el Andrés era macorisano  y su nombre completo era Andrés Mora Díaz, hijo de Ramón Mora y de María Díaz, y hermano de Policarpio Mora, el tío Pulún, héroe de la Restauración, que como muchos otros cibaeños, incluyendo mi bisabuelo materno, Agapito Serrano,  fueron  a Puerto Príncipe, que era la única gran ciudad de la isla, a vender productos que aquí no tenían salida, al revés de lo que sucede ahora, cuando son ellos los que tienen que venir. De regreso se enamoró de la entonces joven Cecilia y se quedó en Bánica, donde había, y hay, una familia Mora, oriunda de las Islas Canarias.

De modo que somos duarteños, porque ya se puede hablar con propiedad de los Mora de Pimentel y de Platanal, regados por el mundo.

En síntesis, como mamá era maestra en Campeche Arriba, el campo más olvidado del mundo, tan cerca de todo y tan lejos: Sin carretera ni puentes. Aunque haya, como es natural, nuevas generaciones y algunos cambios, sigue siendo hasta que el progreso llegue y lo engalane, una zona triste y fuera del siglo. La escuelita de maderas que tenía tres tandas, es hoy un local más grande y moderno, que lleva el nombre, mal puesto, de nuestra madre, porque dice: María Serrano de Mora, y no María Ofelia como era su nombre o su apodo de Doña Fella, siendo más conocida como La Doña, de modo que si la querían honrar, sería bastante hacerlo respetando al pueblo como hice llegando desde San Francisco de Macorís a reunir de urgencia el 13 de junio de 1962, para que el primer día de libertad plena amaneciera el Catorce de Junio el nombre de Tonino Achécar a la calle donde nació, como mártir y héroe de la Invasión del 1959 por Constanza, Maimón y Estero Hondo y no el verdadero, que era: Antonio Javier Achécar Kalaf, sino por el que el pueblo lo conocía:  que es el mismo motivo por el cual no hemos ido a inaugurarla. Solo iríamos si le pusieran simplemente: Doña Fella de Mora, para que así, generaciones de campecheros supieran quién era la mentada maestra de sus nietos y bisnietos.

Relato estos hechos, porque me siento tan campesino como pueblerino. Disfruté todo el tiempo de clases desde el vientre de mamá primero y luego como juguete de los alumnos y de medio campo y alumno de ella hasta mis 9 años.

Que nadie me hable de ríos: tuvimos al Cuaba, Maguá,  Maney y a la Quebrada de la Palma y todos los sitios donde hubo frutas a nuestra disposición. Rico de amigos, de amor puro campesino, hasta me enamoré de una de las muchachas, precisamente, de la única a quien mamá envió al pizarrón para corregirme una falta ortográfica, que años después en una misa a Ubaldino Suárez, cuando le confesé mi enamoramiento, solo me dijo: ¡Ay Tito!  ¿por qué no me lo dijiste entonces?  Que sonó claramente a que ella también sintió lo mismo.

Los fines de semana veníamos al pueblo o mamá en vacaciones me llevaba por las ciudades, Macorís desde casi bebé, a La Capital y Santiago a los 4 años. Empero, esa experiencia campechera que aparece en mis relatos y cuentos, a veces demasiado novelescos como en La Luisa, de la cual han hecho una escenificación ejemplar el cuadro de comedias pimeneleña, nació mi amor por las gentes humildes, mi respeto por los analfabetas, repitiendo siempre aquel hermoso principio de que:  Cuando muere un anciano analfabeta parece que se quema una biblioteca, porque siempre disfruté su compañía y aprendí de ellos tantas cosas, que luego he dejado filtrar en mis versos y en mis relatos. ¡Cómo disfruté esa infancia con esos grandes contrastes!, sobre todo porque al venir al pueblo a la Escuela Primaria en 1943, pasando del tercero rural al quinto urbano, tuve problemas con las matemáticas. Pero eso no es todo. Ese año intenté escribir un poema a Argentina Guzmán, mi compañera de curso. Y en esas vacaciones, de golpe, fui al Sur cuando a papá lo nombraron Juez Alcalde, en Padre Las Casas y se llevó a mi hermana Celia. Él había sido aquí desde Comisario, a Síndico,  empleado comercial de la Casa Munné, comisionista, y de pronto, entra en ese territorio de las leyes. Túbano, como le decían a ese pueblo, como a nosotros Barbero, era una aldea remota, con malas vías, las calles de tierra y en esos veranos calientes, por suerte estaban las regolas y el río Cuevas. Allí escribí mis primeras cartas de amor a una niña italiana llamada Yolanda que tenía una perrita con el nombre que a ella le cuadraba: Princesa, en cuyo collar enredaba mis cartitas que ella nunca leyó, como me dijera cuarenta años después el día que junto a su esposo la volví a ver  en la Capital.

Luego, sucedieron otras cosas, en 1945, casi al terminar los estudios primarios trasladaron a Papá a Altamira y allá iba a disfrutar plenamente las vacaciones de verano y las de invierno. Allá nos hubiéramos quedado, porque Don Chano Vargas que era entonces el hombre más rico del lugar, declaró que Cuando gentes como papá llegaban a su pueblo, no los dejaba ir. Construyéndole una casona de cinco dormitorios, sala, comedor, galería corrida y amplia cocina aparte, frente al parquecito de San José. Si en todas las otras partes disfruté, lo de aquel lugar maravilloso me encantó: Teníamos dos ríos, uno casi en el patio de la casa, Altamirita y el otro, al otro lado de la meseta, el Yesca con sus clásicas pozas, y las calles, el pley  y unas canchas de boly y baquetbol ¿qué más? unas muchachas bellísimas y unos amigos que todavía nos juntamos como el primer día y con el mismo cariño. Cuando terminé la intermedia en 1946 y debía ir a la Normal, era lógico que fuera a Santiago que me quedaba con un solo vehículo de distancia. Y allá fui y viví en La Joya, entre las putas y los pobres; en las calles  General Cabrera y en La Cuba en Los Pepines. Otro lugar donde conocer gentes, compañeros de escuela, de viviendas o de la pensión última, y además, tantas mujeres hermosas y la comisión inocentona del primer pecado venial.

Para ir de Pimentel íbamos cambiando de trenes o autovías que en la Sánchez–La  Vega,  hasta Cabuya, de ahí hasta Moca, de Moca a Santiago, y luego de allí a Altamira, debiendo dormir en la ciudad del Viaducto. Para mí era un encanto. En Altamira hubo otra Yolanda que me inspiró mis primeros poemas, sin que supiera nunca si los leyó. Creo que por eso no me enamoré de ninguna más con aquel levase ese nombre.

Estudié en Santiago y luego en San Francisco de Macorís. Antes de los 18 años tenía casi toda la geografía nacional entre mis ojos, por un viaje a Puerto Plata donde volví a ver la Mar. Los días capitaleños donde mi hermana Sofía, en Villa Francisca me produjeron otras experiencias inolvidables.

Ya para esos años la poesía era un vicio.

La vida del estudiante y los años universitarios

En Altamira vivía un personaje de la literatura, un vegano que había vivido aquí cuando su padre instaló la primera planta y la primera fábrica de hielo; me refiero a Armando Cordero, autor de  Estudios para la Historia de la Filosofía en Santo Domingo, Arte y Cine,  1956, en dos tomos, que en 1945 residía allí, frente a nuestra casa, que además colindaba calle por medio con el doctor Vicking Mendoza, un amante de la poesía, que si hubiera sido mujer la hubiera gozado rendida de emoción con esa voz de excelente decidor de versos que tenía.

Entonces supe que Armando había estado enamorado de Rosina Bruno, tía de quien luego sería mi compañera, a quien dedicaba versos y notas, que he rescatado en la revista Blanco y Negro,  que le dedicaba. Incluso, viviendo aquí envió un artículo famoso hablando elogiosamente del Postumismo,

Empero, mi mayor acontecimiento literario en Altamira fue en el local del Partido Dominicano, que ocupaba la segunda planta del edificio de maderas donde estaba el Juzgado de Paz, donde iba las tardes a transcribir sentencias, dizque para que se me arreglaran las letras, un personaje cuyo nombre es abominable para la historia desgraciadamente: Alicinio Peña Rivera, fue mi amigo íntimo de juventud, muy inteligente y un lector tremendo, que era conserje de la Junta, que me mostró los Cuadernos Dominicanos de Cultura con un poema fabuloso: Yelidá, de Tomás Hernández Franco.

Podríamos seguir hablando de mi vida, de mis años profesionales, de mi vida aquí, en Santo Domingo, en Villa Altagracia, en Mao, en Macorís, de mis viajes por el país, por el mundo, pero eso es trabajo largo que haré en mi autobiografía que ya empecé a publicar en acento.com.do. No he viajado mucho fuera de mi tierra, he ido a Haití, a Cuba, a Puerto Rico, a otras islas caribeñas, a Venezuela donde conocí a Pablo Neruda en un encuentro internacional de literatura en 1970, a Costa Rica, a Panamá,  a México, a Brasil, a España, a Israel, a varios estados de USA, pero nunca he pasado más de un mes fuera de nuestro país.

Como se habla de mi premio literario, voy a concluir estas palabras por donde debí comenzar.

Mi experiencia literaria y poética

Como indiqué arriba, comencé escribiendo poemas románticos, hasta religiosos. Nadie, salvo las lecciones escolares de secundaria que hablaban del verso y de la poesía, con un atraso lamentable de siglos, nadie me ha dado clases. Tampoco a la mayoría de los escritores más renombrados. Somos hijos de nuestras lecturas y nuestras reflexiones. Nos hemos hecho nosotros, solos, a veces con algunos amigos, pero no hay nada más solitario y amante de la soledad que el de la literatura, aunque la mesa de la bohemia lleva a los grupos y a las reuniones. No niego que fui uno más y que todo el mundo sabe cosas de Amidverza y de nuestras tertulias, discutiendo de filosofía con Nolasco o de poesía con los grupos que se fueron formando. Pero esa es otra historia.

Oteando la mía personal, escribía porque sí, regularmente rimando o inventando personajes o refiriendo el paisaje, sin pensar en publicar, hasta que John Molina Patiño en Vanguardia Trujillista, poco vanguardista y muy trujillista, me pidió en 1955 que le enviara unas colaboraciones. Ahí apareció mi primer relato y mi primer cuento y varios poemas y un segundo premio en un concurso local todos sobre cosas no trujillistas, por cierto.

El relato  de lo  que sucedían en el patio de casa tiene una exageración increíble: Comenté de las grandes bandadas de palomas y otras aves que cruzaban y que una vez les dispararon y mataron tantas que por tres días estuvieron recogiendo entre los pajonales, hasta que alguien me dijo: Estarían muy podridas, Manolito… Lo que fue una advertencia importante.

Ya sí tenía la cosquillita de la prensa. Pero no creía que hubiera algo en mi producción que mereciera ser publicado en otros medios.

Sin embargo, hubo varias cosas que me hicieron cambiar. Uno de mis compañeros de estudios de la universidad, Chito Asmar, me prestó los Veinte poemas de amor y una canción desesperada de Pablo Neruda, donde leí entre otras maravillas, que el poeta puede inventarse cosas, que puede ser un mago: “Las hélices del crepúsculo que junto a ti da vueltas”, ahí pude casi tocar el molino invisible. Neruda me estaba salvando. Otra compañera Nina Duquela de quien también estuve muy enamorado, me prestó Así habló Zaratrustra de Friedrich Nietzsche, que me envió a otras dimensiones, lejos de Campeche y de Barbero. Sin embargo, quien me dio el empujón hacia la poesía verdadera y a la libertad de la rima y la métrica, fue mi padre, un hombre de pocas letras. Pues ocurre, que tenía como un tesoro un librito de Moreno Jimenes que le había dedicado cuando estuvo en nuestra casa pensión de Altamira y yo le dije: “No me gusta Moreno, porque no rima” y él me contestó con esa sabiduría del contacto con tanta gente intelectual: “A lo mejor la tiene por dentro y tú no se la encuentras.” A partir de ese momento, leí a Moreno con más seriedad y comencé a escribir sin rimas ni métrica, versos libres de verdad, y un día Mamá le leyó uno y a él le gustó tanto que le dijo, como perdonando mis malas notas por vivir haciendo versos: “Parece que el muchacho tiene algo.” Eso cambió mi destino. ¡Cuánto me hubiera gustado que el Viejo Mora estuviera aquí, porque a él le gustaban mucho estas cosas!

Sin embargo, la duda seguía. Estamos hablando de 1956 cuando terminaba la carrera de Derecho, hasta que esperando el exequátur por falta de los cien pesos que valía, me dediqué a escribir y me iba por los ríos, por las campos a tratar de describir lo que veía como hacían los pintores franceses copiando los paisajes.

Hasta que un día, frente al río Cuaba en El Mamey de La Estancia, por el charco de la Vieja Cacá, donde acostumbrábamos bañarnos, de pronto me surgió el siguiente poema:

El camino de las sombras

Yo hablo del río que es una culebra flaca escamada de verde

escurriéndose entre las barrancas.

Hablo de este mismo río creciéndole la barba en la montaña

y emprendiendo resuelto su camino de sombras.

 

Hablo de estos árboles que hacen equilibrio en las barrancas

con los músculos desnudos de sus raíces.

Hablo de estos pájaros que llegan a los árboles

y se quedan cantando para nadie en el campo.

 

Hablo de los frutos que joroban las matas

tan solo para que el hombre las degüelle risueño.

Hablo de las cosas que florecen y cantan

y se quedan con sus cantos y sus flores

olvidados y lejanos en sus sitios de siempre.

 

Las hormigas hacen un palacio de un ruiseñor muerto.

Alguna saldrá florecida de cantos de su garganta.

 

Jamás pensaremos en la agonía de los peces

que se arriman al fondo para volverse piedras.

Ni en los pájaros que mueren con las alas abiertas

para que el viento los convierta en nubes.

No pensaremos que los árboles mueren

y se quedan de pie con sus esqueletos desnudos.

 

Pasaremos por los campos, por los ríos y las montañas

sordos, ciegos, e impíos; miserables y odiosos.

 

Con el cual me apersoné donde el poeta Franklin Mieses Burgos, que al leerlo me dijo: Eres poeta. Llévalo a Rafael para que te lo publique. Rafael era Rafael Herrera, director de El Caribe entonces y este, lo vio y dijo: Si lo manda Franklin, es porque tiene poesía.

De modo que ese día, bautizado por el lírico mayor de la poesía nacional, aceptado por un periodista famoso, empecé a publicar en La Capital.

Ahí, realmente comenzó todo. Sin eso no existiría Manuel Mora Serrano, solo sería lo que en realidad, soy: Manolo o Manolito Mora, aunque a veces tenga mis problemas con ese otro yo, que por suerte nunca ha sido comparón.

De modo que ahí comenzó otra historia, a ese es a quien le dieron el Premio Nacional de Literatura de este año, que por fin casi acaba. De  lo demás, hablaremos otro día.

Finalmente, gracias a quienes nos han acompañado a esta doble celebración,  de mis 88 y del primer reconocimiento que nos hace el Ayuntamiento, por no decir el pueblo de Pimentel que representa, en todos estos años de vida. Que lo de Hijo Distinguido de Pimentel lo propuse yo dándole una lista a Papá que era el síndico y a don Tavito Bruno que era el presidente del cabildo donde no estaba mi nombre, y de todas maneras, Héctor Polanco sugirió que debía dárseme y por eso tengo ese galardón.

En fin. Casi nunca hablo tanto de mí porque nunca me he creído la gran cosa. Por eso repito las gracias a todos y que tengan un feliz domingo.