Hace unos cuantos días participé en la comida anual de Navidad que ofrece una prestigiosa asociación a la que pertenezco en la que el estilo elegido fue el gourmet. Tuvo lugar en un renombrado establecimiento de la capital. Todo perfecto, asistieron una veintena de miembros, un excelente ambiente amenizado por dos virtuosos guitarristas, las mesas bien dispuestas, una luz cálida, organización sin fallos. Y como siempre, un ambiente de lo más fraternal repleto de camaradería. Tengo que decir a modo de aperitivo, que toda la comida ofrecida, del primer servicio al último, fue de muy alta calidad, es más, exquisita.
Pero.. ya saben cómo es el asunto de la tendencia Gourmet, a la que yo le encuentro dos defectos principales. Uno de ellos es que se parece mucho a una fórmula de la física, de la que dábamos en bachillerato, y es que los precios de los platos son inversamente proporcionales a las cantidades servidas, y pican como un panal de avispas enfurecido.
Y segundo, que, en la carrera un tanto alocada de ver quién es más creativo y hace el mejor marketing en cocina, utilizan tantos y tan raros componentes, que tienen que explicarte lo que comes pues fácilmente confundes un sabor con otro. Muerdes algo raro que parece una lechuga frita, pero te estas comiendo vientres de saltamontes marinados con mocos de rana.
Tengo que decirles que soy un joven con edad bastante acumulada, y que por nacer en plena postguerra española, mi plataforma gastronómica básica es muy simple: habichuelas, garbanzos, lentejas, arroz, pollo, res, pan, mucho pan, más o menos como la ingesta popular de aquí, la cual tiene el acertado nombre de ¨la bandera dominicana¨, por lo tanto esto de la evolución y exaltación de las cocinas sofisticadas me ha sobrepasado en tiempo, y me he quedado atrás en el arte de paladear esas nuevas exquisiteces.
Bien, el ágape festivo consistía en cinco platos que se llamaban un tanto eufemísticamente ¨Tiempos¨, lo cual presagiaba todo un festín pantagruélico capaz de poner en alborozo los jugos gástricos y se ampliaran los estómagos.
Primero, salió a escena una joven Chef, o si prefieren por asuntos del feminismo Chefa, -antes se llamaban con mucho orgullo, cocineras- que me cayó muy bien porque era gordita, y aún creo en los viejos estereotipos de quienes atienden las cocinas deben lucir carnes rozagantes, en lugar de flacas y llenas de huesos. Es como aquel otro cliché de un amigo mío, que al montar en un avión, si la azafata decía por el alta voz que el piloto se llamaba Jhon Flanagan iba tranquilo, pero si su nombre era Manolo Pérez se ponía nervioso.
Con muy buen dominio de lo que decía, la Chefa nos describió los cinco Tiempos, cada uno antes de comenzar a degustarlos, en qué consistía la compleja carta. El primero, pongan atención señores, estaba compuesto por croquetas de maíz y gallina braseada a baja temperatura, alioli de azafrán y hierbas del campo. Pues bien trajeron un pozuelo en los que se da de comer a los gatos chiquitos, bien chiquitos, una sola croqueta algo mayor de una belluga de jugar, deliciosa, eso sí, y todo lo demás de compaña, el alioli de azafrán, cabía en tres cucharaditas de café y en el hueco de una muela, y las hierbas de campo eran tres flecos parados, ni uno más. Eso sí, ese primer tiempo venía adornado con dos huevos de codorniz, que al estar crudos, había que dejarlos tal como vinieron.
De nuevo, explicación del segundo Tiempo, atención, mucha atención: Camarones de Sánchez al ajillo flameados en ron añejo, ceviche de guatapanal, salsa de mango, coco y aguacate, piña a la parrilla, macadamia, hojuelas de coco tostado. Vinieron en otro pozuelo de gatito-gatito, dos camarones, uno y dos, y todo el largo resto de ingredientes que cabían en otras tres cucharitas de café, y en otra muela. La verdad es que aún estoy tratando de averiguar a que sabía toda ese tutifruti de combinación que, por cierto, y hay que decirlo, estaba riquísima.
Anuncio del tercer tiempo: Pasta fresca rellena de plátano maduro al caldero, salvia crujiente, tomates confitados, ricota de cabra con pesto de cilantro, demi de rabo trufado. ¡Ahí es nada!, yo creía que estaba comiendo hongos,pero el comensal de al lado me dijo que no, que tampoco él lo sabía, la ricota de cabra como que se hizo la chiva loca porque no logré identificarla, y los tomates, sin exagerar, eran dos mitades de los llamados ¨cherry¨, y el rabo no lo vi moverse ni una sola vez por ningún lado.
Vamos con el Cuarto Tiempo: Bajo el rimbombante título de ¨Un viaje por el Cibao¨ se anunciaba pierna de cerdo confitada en naranja agria y especias, yuca en tres cocciones, escabeche, emulsión de aguacate. ¡Al fin! pensé yo, un plato para desquitarme pues en el Cibao se come además de bien, mucho. En otro pigmeo pozuelo trajeron unas hilachas de cerdo, sin piel crujiente alguna, con su minúscula compaña. Otra muela tapada. Hay que ser honestos, estaba tan bueno como escaso, o sea, buenísimo.
Por fin, llegamos al quinto Tiempo, que eran los postres con el bonito nombre de La Historia de Todos Nosotros, servidos a lo largo de las mesas y sobre unos papeles transparentes, en más pozuelos de muela con elementos de chocolate, café, cítricos, frutas, caramelo y nueces, y consistía en echarlos mezclaros todos juntos y además revueltos. Los invitados, de pie, iban comiendo divertidos ese ¨con tó¨ dulces y frutas.
Los manjares estaban regados en un maridaje de sabores, como se llama ahora, con vinos de gran calidad, Albariño, Pinot Noire, Prosecco Piccini… La verdad estaba todo delicioso aunque si no llegan a ser por las explicaciones de la profesional, no nos habríamos enterado prácticamente de nada de lo que nos llevábamos a la boca.
Tengo que felicitar a todos los comensales que se portaron de maravilla, al equipo de cocina, a los camareros, y a Claudia, nuestra Directora Ejecutiva que, como siempre hizo un trabajo de organización y relaciones públicas excepcional.
Ahora bien, con todos mis respetos para la cocina Gourmet, para el año que viene propondré algo más sustancioso, dominicano y navideño: un sancocho de siete carnes en una olla que rinda para todo un regimiento militar, y quepuedan servirse las veces que quieran, un buen perol hasta la tambora de arroz, unos sabrosos pasteles en hoja, unos plátanos amarillos al horno o al caldero, y un cerdo entero, sí, ¡ENTERO! con una vara que le entre por la boca, le salga por el pichirrí como hacían los bucaneros de antes, asado al fuego lento de leña durante toda una mañana, para cortarlo en hermosas lonjas con su correspondiente cuerito hecho chicharrón que haga crunch, crunch al mordelo. Y en lugar de dos músicos modernos, un perico ripiao sin frenos, de los que te ponen el cuerpo en frecuencia de viernes, aunque ese día sea un perezoso lunes.
Ah, y no me hagan demasiado caso por que como bien saben, soy un charlatán vocacional que hace méritos como aspirante al Premio Nobel de la Literatura mordaz y Pendeja. Y voy por buen camino con escritos como este.