La suma de dos más dos dejó de ser cuatro. Es lamentable. Tuvieron que pasar milenios de absurdos, para que el hombre llegara a entender que la unión de partes iguales no debe dar siempre resultados afines. Se descubrió al fin un resquicio muy fino en el cual lo absoluto, lo inmutable tiembla, pone en duda lo que llaman verdad. Este deslumbrante acontecimiento es el que permite avanzar al arte y la ciencia. Nada es definitivo. Desde que algo se erige como tal comienzan a agrietarse los pies que lo sustentan. Todo es oblicuo y tiene infinitas aristas. Se contraponen las imágenes una anulando a la otra, fagocitando la última de las verdades.

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Existe un tono narrativo alto, solemne como las trompetas de los ángeles anunciando un gran acontecimiento. Quienes logran llegar a esos registros vocales suelen ser los grandes escritores, aquellos que trascienden -por lo impersonal y distante- lo humanamente aceptable. No diré que son dioses, pero el ronquido de su voz sobrecoge, intimida, penetra. Escritores como Borges, Cioran y Nietzsche entran en otra categoría; no califican para ser tratados como descendientes del Homo Sapiens.

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No hay que conceder absolutamente nada al amaneramiento del verso, ni en la intención didáctica, ni en la concepción moral. La poesía, el poema es un satélite con luz propia. Voy más lejos. Es un sistema planetario donde se conjugan todas las fuerzas, las del bien y las del mal y en ese instante único e irrepetible usted es un deicida. Muy venenoso por cierto.

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Se exige más pudor. Tus tribulaciones deben ser del ámbito privado. Poco le importan al lector tus fracasos o tus logros. Dejemos el espectáculo para las corridas de toros o las pasarelas en París. La literatura es un auditorio de pocos espectadores.

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Esos lugares inhóspitos de donde surge el poema son como terrenos fangosos desde los que la flor del loto se abre aterrada al mundo. Esto contradice la imagen romántica y angelical del poeta que levita entre las cosas amables. Hay un vacío en el alma, minutos antes de suceder ese estallido al que llaman poesía, en el que se produce una sensación de falsa paz que precede al terremoto.

Me son indiferentes las personas que pretenden escandalizar, colocarse un tatuaje en el centro de su vientre; el que escribe de manera soez queriendo llamar la atención sobre sus escritos, el que desde un altoparlante llama a girar el rostro hacia sí mismo. Hay otro modo más sutil y subversivo de ser que me encanta y es el de la discreción. Ese dar la impresión de que todo es normal mientras internamente se es pura dinamita. Me atraen esos artistas que trabajan en un banco o en la oficina de cualquier comercio, los que asisten impecables y acicalados a su trabajo. Esos que no levantan la voz, que parecen seres inofensivos, pero una vez están frente al lienzo o ante la hoja en blanco se transforman, bajan al infierno y te lo entregan envuelto en una horrible humareda, hecho cenizas. Y al día siguiente despiertan como si nada. Toman el tren dirigiéndose hacia su trabajo, serenos, tranquilos, sin que nadie pueda imaginar ni por asomo, que la noche anterior hicieron arte desde el mismo caos de sus vidas aparentemente apacibles.

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Una flor que pudo ser un poema crece sin espinas desde una tierra húmeda y limpia, con sus raíces hundidas entre aguas oxigenadas. Un poema que pudo ser una flor se erige bello e inmaculado, como un soneto medido y exacto con acentuaciones perfectas. Así vuela el poema, campanudo, sin manchas. Una flor y un poema, contenidos en un recipiente de laboratorio sin partículas contaminantes, miran sus cortas piernas en el espejo acre y sucio de la vida.

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Cuando escribo lo importante no soy yo, sino el lector a quien le escribo. No me regodeo en la palabra. Para mí es tan solo un vehículo que quiere decirle algo a tu corazón. Solo eso. Lo demás es pura retórica que, sin ese objetivo final, se convierte en narcisismo verbal.

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A diferencia de otros, escribo textos desequilibrados, desajustados, de los que se van por la tangente. Escribir es un intento permanente de alejarse del centro de la vida, un huir constante. Quien busca la luz del mundo enceguece. Es por eso que los más grandes escritores son unos inadaptados. Viven en las antípodas de los francotiradores. Su éxito reside en no acertar, en equivocarse de camino siempre, evadiendo en todo momento la certeza, matando el oráculo que habita en su interior.

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Tengo una musa muy hermosa, tierna, amigable, seductora. La torturo cada día con malos versos, la obligo a corregir largas cartas de amor que nunca envió. A veces se detiene en medio de un párrafo amargo, desafiante y me pregunta muy suavemente el porqué de esos arrebatos. Hablamos en las madrugadas cuando todos se han ido a dormir. Entonces es cuando tenemos los momentos más amenos, los diálogos más interesantes. Me pregunta por mi inclinación a lo trágico, al desamor, a la soledad. Ella es consciente de que hay otro tipo de escritores menos cargados de pesimismo, con los cuales se le hace más fácil su oficio. Le explico que para nada me interesa la moda, usar el mismo lenguaje fósil de la época, citar a los mismos autores, repetir las frases y palabras de estos tiempos. Odio, con toda la fuerza de mis entrañas la palabra posmodernidad. Si pudiera colocarla frente a un paredón con mucho gusto la eliminaría. Es una palabra pestilente, produce vómitos solo oírla repetir. Mi musa no me entiende, se hace la sorda. Por lo visto, mi manera de ser, no me va a permitir entrar en una de esas capillas donde se enciende incienso en los altares de respetables escritores del patio. Me tengo que acostumbrar cada vez más a mi soledad y les juro amigos lectores que no la cambio por esa paz gregaria y perruna.

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Era un poeta precavido. Llevaba siempre consigo una lata de keroseno y una caja de fósforos. En el instante en el que aparecía en lontananza el iceberg de un verso dulzón y predecible, hacía uso de ellos. Le vi incendiar poemas casi completos. Solo salvaba el verso nervioso, grietas temblorosas por donde, si te asomas, corres el riesgo de caer en un abismo.

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Reunidos en una esquina de cualquier ciudad del mundo, se encuentra un selecto grupo de escritores. Hablo de Federico García Lorca, Constantino Kavafis, José Lezama Lima. Truman Capote y Reinaldo Arenas. Murmuran, miran desde sus butacas el discurrir de la vida. El azar los unió. Absolutamente nadie debe tocar esas cosas íntimas, personales que conversan. Una víbora lasciva viaja entre sus piernas. Cuando les veo parecen separados del mundo por las cortinas transparentes de un burdel.

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Doy por sentado que nunca escribiré sobre princesas, duendes ni paraísos encantados. Respetaré el tiempo exiguo de los lectores. No voy a crear falsos escenarios, ni historias felices donde el mundo es  una melodía sin tropiezos. Los tiempos modernos son apremiantes, no hay espacios para soñar. Las coordenadas han cambiado. Ya nadie se reúne alrededor del fuego a fantasear, a dar rienda suelta a su imaginación. Esas hazañas pertenecen al pasado. Soy del milenio de las historias menores, no pertenezco a la estirpe de los grandes narradores. Ahora bien, cuánto añoro a una escritora como Isak Dinesen. Sus mejores cuentos los escribió alrededor de una hoguera, mientras acariciaba la cabeza de su amante Denys Finch Hatton.

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El fin último del saber es doblegar, hacer dúctiles los conocimientos. No importa si hablamos de matemáticas, biología, astronomía o la más perversa de todas, la estadística. Por debajo de la rigidez de sus especialidades, existe un elemento sutil y poético que debe ser identificado, el cuál -una vez descubierto- nos permite la comunicación entre los hombres y hace universal el diálogo en esta Torre de Babel.

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El componente químico del laboratorio en el centro fotográfico logra, a veces, un particular efecto sobre los rollos de las películas, las decolora, las devora y las vuelve irreconocibles. Por esta razón es imposible revivir el mismo paisaje, en el que una vez estuvimos, a través de las fotos. Su aspecto no es el mismo; una inesperada sombra sobre el árbol más frondoso hace que perdamos de vista los demás árboles. Esas manos entrecruzadas de manera discreta y que el foco delataba, desaparecieron por completo bajo otra mancha mucho más grande e insolente que borra lo realmente importante de aquel instante.

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Hay veces en las que me apetece perderte, salir luego a buscarte por los bares, en las salas de los cines, en las nubes que sobrevuelan tristes la ciudad. Y esto lo hago solo con el propósito de sentir esa enorme sensación de vacío en la que por momentos pierdo el juicio. Luego todo pasa, vuelvo a la realidad y te siento en todo mi cuerpo.

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Existe sutileza en lo breve, una innegable elegancia a la que no tienen acceso los espíritus vulgares. Mido la profundidad de un pensamiento por el rechazo de lo accesorio, lo innecesario. Me avergüenzan los vocingleros, los payasos del lenguaje, aquellos que trivializan el pensamiento, los cómicos sin gracia, el ridículo fanfarrón, petulante sin remedio. Y es que se puede ser gracioso sin llegar nunca al hartazgo, se puede ser profundo desde la orilla de tu secreto mar. Lastiman los imbéciles engreídos, su arrogancia ahoga.

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Hoy es uno de esos días en los que la nostalgia me devuelve una ciudad envuelta en la neblina. Me sitúo en una de sus esquinas como si fuera la lente de una cámara; la recorro con el corazón entre las manos y el mundo se vuelve una cápsula romántica. Escucho voces dentro de mí, la tarde se desliza íntima y en los bares las parejas entrelazan sus dedos sobre la mesa. Los miro envidiando el hermoso y transitorio momento. Me oculto tras su mutua mirada. No les confío mi secreto. No les hago saber que el día menos pensado escucharan  "Ne me quitte pas" con la profunda atención con que yo la escucho ahora.

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El secreto de escribir se esconde, a mi modo de ver, en una frase de Fernando Pessoa que dice "Soy del tamaño de lo que veo". Puede sonar arrogante, pero sinceramente creo que es así.  Solo tienes que observar al director de la filarmónica de Viena y tus escritos van a adquirir ese mismo aire de grandeza. No importa el tema que trates, tu ubicación sobre el pódium, tú estatura por encima del resto de los instrumentistas se dejará sentir inexorablemente.

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Amputar y podar son dos términos solubles, imbricados en la epidermis de un escritor. Se poda aquello que puede crecer con más fuerza y hermosura. Un jardinero, que se aprecie de tal, sabe hacer de un árbol imperfecto uno robusto y de esbelto cuerpo desde el tronco a la más conspicua rama. Hay textos, escritos que resisten ser podados. El corte de un verso excesivamente largo da como resultado un poema fortalecido en toda su estructura rítmica. Podar es doloroso para el jardinero y mucho más para el escritor. El primero sabe por experiencia que la rama eliminada regresara con mayor vitalidad y donosura. En el caso del segundo adquiere una connotación un tanto más cruel, insensible y siniestra. Porque este acto en la escritura -en determinadas circunstancias- es sinónimo de amputación. La línea eliminada desaparecerá del texto para siempre, sin embargo la llevará consigo en su interior, creciendo oculta en sus adentros. Si uno es un escritor verdadero comprenderá que ese poema o ese cuento, sólo puede seguir viviendo si se le amputan las piernas y los brazos atrofiados desde su nacimiento. Si no preguntemos a T. S. Eliot qué hubiera sido de su poema "The Waste Land" sin la tijera de podar de Ezra Pound.

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La edad madura es un paisaje desolado. El recuento de cosas y hechos inválidos lo confirman. El lugar donde mejor se dibuja su silueta es en los camposantos, lugares que enseñan, desde el silencio, la máxima bíblica que reza: todo es vanidad, fuego fatuo. Lo único perdurable es el amor por su condición física de ser blanda y líquida su textura, muy distinto a la piedra, cuya dureza la hace vulnerable al tiempo. Para llegar a esta simple realidad debemos asomarnos a la ventana del desierto y escuchar el lamento del viento. Brisas que soplan en baja frecuencia, diciéndonos a su vez, con distintas voces, lo absurdo de esta vida. La manera en la que aprender el valor de las cosas simples, frágiles y bellas, nos toma siglos de profundas cavilaciones.