Hay que entenderlo, buscarlo, valorar su tejido poético. Saber leer su sueño, su vértigo y sendero. Interpretar su sentido de mundo .Su transformante espesor poético. Su Idioma de las furias (2000), fecundó a muchos que le sobreviven hoy. El poeta Adrián Javier (1967-2013), fue muchas cosas en sus 46 años de vida. Pero sobre todo fue universo y movimiento de su propia poesía.
Existe y persiste un camino, un cauce en la poesía de Adrián Javier que se escucha como clamor, pero también en el lirismo de un cuerpo convertido en mito se agita , se agita en el lirismo de un cuerpo en convertido en mito; tacto que procrea piel y signo del espacio. Leer. Sorprender misterios y cuerpos en la página como un acto mallarmeano, visto y releído por Juan Ramón Jiménez desde su espacio de orificios, lunares-ojos. Espacio. Tiempo-espacio, despliegue de arena y tempestades.
El poema en esta visión y lenguaje se asume como continente, como recipiente de sentido y cauce de voces; como tormenta proclive al nacimiento de los días. El poeta se deja llevar por el hechizo y sobre todo por el teatro que penetra, incide en el cuerpo; trastorna el mundo convirtiéndolo en palabra. Vuelo y oquedad. Espesura del lenguaje que no quiere, no debe proseguir sin la mirada que lo lleva al laberinto.
Se trata, pues, de un impacto del lenguaje, de aquel espacio de la letra que transita por bordes y centros del enigma. Y así, se muere o no se muere sin conocer la nieve. Es la ausencia de un tiempo donde los tonos se convierten en pasiones, crepitaciones, volúmenes y silabeo de espejos, donde la memoria aguarda, acecha y hasta muerde al habitante antiguo del poema.
¿Qué se puede nombrar entonces desde este sino tremebundo, desde la levedad de un elemento que en su vuelo asalta al cuerpo, al vindicante rumor, digo temblor de la nada en el lenguaje? Es desde esta perspectiva como se puede leer el mundo, la suerte, la cuenca, el núcleo poético de Adrián Javier.
Ese ojo que no mira, pero que borra a veces lo mirado; donde la plenitud del punto y de la letra, no pierden su tamaño ni su enigma, allí donde el cuerpo quiere hablar, pero también desea silenciar los espasmos del sentido y se pronuncia en la huella de un logos seminal que propende hacia el centro mismo de las cosas.
Es entonces cuando la modernidad, la transmodernidad, el eco de alfabetos visibles e invisibles se convierten en poema, trazado del lenguaje, desocultación de la palabra escuchada, de la imagen profundamente asaltada por la mano y el ojo del poeta que vive su fuerza y levedad, en el sendero de metáforas, atrevidas metonimias, tensas paradojas, vacuidad plena y toda una tropología que asume el poeta en sus tonos, vertientes y sentidos buscando el espacio de origen y la revelación de su universo.
Se trata de un vendaval de espacios que se niega a abandonar los signos como si fueran poblaciones de silencios y de voces. La vieja tensión de la escritura china en este poeta dominicano con más de diez libros publicados, varias veces premiados y que ha pasado a ser una de las voces mayores de la poesía dominicana de finales de Siglo XX y los primeros trece años del Siglo XXI, significa y representa una aventura atendible en el marco de la crítica y la historia literaria particularmente dominicana.
Desde aquel lejano libro de poemas titulado El Oscuro rito de luz (1989), pasando por Bolero del esquizo (1994), y Erótica de lo invisible (2000), el espacio poético advertido como obra parece empujar los muros que evocan el tiempo y provocan sin cesar la página en su apertura.
En efecto, se trata de un idioma del tacto y del cuerpo que se extiende también visible como aura en Morir sin conocer la nieve (2013), justificado por un pensamiento y un sentido acordado como temblor de formas que, en su viraje y circularidad hace que el poema no se personifique en comienzo ni final, si no que por el contrario, niegue estos acuerdos textuales, convencionales en cualquier página o iconicidad de la letra.
Es así como llegamos, sin temor, a una poética estable, abierta y diferenciada cuyos ejes tensivos se perfilan como si fuera el velero de un paisaje.
Tocar un cuerpo (Premio Internacional de Poesía Mir, 2007. Colección Letras de Molde 2008), es la aventura de un contacto intimado por superficies y profundidades de la mirada, alcanzando un nivel de centro y punto, mediante el cual se aspiran los rumores, la levedad, el tiempo del origen, el eros golpeado o trastocado, o el agapé incierto, pero también inconmensurable, la duda no cartesiana pero luminosa, y los ecos que articulan toda una poética del nombre visible, mas no estacionaria; y sin embargo despiadada en sus memorias crepusculares.
Todo este camino poético-verbal, nos conduce a establecer un futuro y un presente del poema, su huella y vuelo en el lenguaje y la memoria. La perplejidad de aquel rítmema que aspira a convertirse en cardinal significante, en hueso del poema, en punctum, esto es, en acuerdo entre núcleos y unidades que se pronuncian a partir de una tejedura verbal expresiva, parece no terminar con la lectura. El poeta no interpreta solamente, sino más bien supone lo poético a tensiones permanentes, pero además, a pronunciamientos que no sucumben al tacto, ni al cuerpo en reversión.
La pregunta es el pasado y el presente. El domicilio es el habitus poético, existencial; la parte y el todo; la ruina del reflejo; el otro del paisaje. La boca es un enigma sagrado y profano a la vez. Es un estigma del lenguaje. Lo que silabea la mano y el ojo es aquel anima mundi donde el poema “habla” sus acentos, sus temores, sus palabras verticales, sus empujes pavorosos, su cuerpo como pro-onto y como caótica versión del mundo.
Así las cosas, el poeta Adrián Javier, no respeta sombras ni peligros, ni parece importarle la bruma, la duda, la ética del tiempo o la pregunta, así como tampoco el instante en el poema. La especie de sueño es también el envés o el revés de la página. Lo aleve de un lenguaje poderoso que bajo la forma de rumor y temporalidad camina hacia su eje, se apoya en puertas existenciales y pérdidas de rumbos. No hay una sola finalidad. No hay pérdida ni nombre en los casos elegidos. Se trata más bien de ese sueño que descubre el poeta en sus días y noches en el antiguo laberinto donde todas las esfinges caen decapitadas.
De ahí la victoria del tacto, la alienación del texto, la sumisión del mismo cuerpo, la maledicencia de la lengua, la inscripción de un enigma que permanece a todo lo largo de la tejedura poética vivida, asumida, acogida y pensada por el poeta en su dura prueba de búsqueda y lenguaje.