El historiador puertorriqueño Fernando Picó (1941-2017) se convirtió en sacerdote jesuita cuando yo apenas empezaba a habitar este mundo. Lo conocí en 1994 en San Juan de Puerto Rico, una vez que fui a recoger a mi madre al trabajo en el Hogar Santa Teresa Jornet. Uno de los pacientes bajo su cuidado era el padre Quevedo, a quien Picó visitaba a diario con un celo conmovedor. Se presentó con un fuerte apretón de manos. Cuando mascullé mi nombre sonrió y dijo algo así como que yo era una persona con suerte porque iba a vivir los años de mi homónimo.
Nunca asistí a ningún curso de Picó en la Universidad de Puerto Rico; su magisterio conmigo fue de otra índole. Generoso como nadie, nuestras conversaciones en los pasillos del edificio Luis Palés Matos, en las librerías de Río Piedras y no pocas veces cerveza en mano en el restaurante El Nilo, fueron siempre experiencias alentadoras.
Aparte de sus incontables proyectos intelectuales (no se puede entender la historia de Puerto Rico sin sus libros), Picó tenía otros dos temas de conversación recurrentes: el programa de cursos universitarios para confinados y los estudiantes de escasos recursos a los que alojaba gratis en su casa de Floral Park mientras terminaban la carrera.
Perdí contacto con Picó cuando me fui de Puerto Rico en 1997. Lo volví a ver diez años después, en un congreso de latinoamericanistas en Montreal. Vestía la guayabera blanca que siempre le había visto usar en la universidad, signo inequívoco de alguien que albergaba preocupaciones más altas. La mirada apacible y la sonrisa también eran las mismas.
Será difícil caminar por la Universidad de Puerto Rico sin recordarlo. En esos pasillos hará falta la silueta de uno de los últimos y más entrañables humanistas de la isla hermana. Descansa en paz, amigo.