El viernes pasado leí, en uno de los periódicos de circulación nacional, una noticia muy triste, el fallecimiento de don Pablo Raposo, clarinetista de la Banda Municipal de Puerto Plata. El maestro Raposo, quien fue miembro de la banda municipal y profesor de varias generaciones, murió de la pena, según lo difundido por la noticia. Más de cincuenta años dándose como músico y como profesor, fue cancelado en diciembre sin justificación alguna y sin que le dieran sus prestaciones laborales, relata lo publicado.
Me uno al dolor de todos los compañeros músicos puertoplateños y aplaudo a todos los que alzaron sus voces el diciembre pasado, en contra de esta cancelación injusta, a alguien que dio su vida por el arte y la música.
Confieso que he visto lo mismo con maestros que han pertenecido a la Orquesta Sinfónica Nacional y al Conservatorio nacional de Música, que si bien no han sido cancelados, fueron sacados de en medio y desconsiderados. Olvidados por un Estado gobernado por personas indolentes y populistas, que se han encargado de repartir el dinero del pueblo, otorgándoles dádivas y pensiones a otros, desconociendo a estos grandes dominicanos, que ni con una pensión digna cuentan, en contubernio con personas ingratas, que en muchos casos fueron alumnos de éstos, para favorecer a forasteros que han vivido de la publicidad y que no han hecho nada por la nación.
Guardando la distancia, me atrevo a citar a don Federico Henríquez y Carvajal, quien al pronunciar el panegírico ante el cuerpo de Eugenio María de Hostos dijo:
“Esta América infeliz que solo sabe de sus grandes vivos cuando pasan a ser sus grandes muertos.”
Aquí en República Dominicana, esos maestros, hijos de esta tierra, en muchas ocasiones son sepultados en precarias condiciones y ya muertos ni mencionados son.