Ariosto Sosa Valerio:
Sé que nunca más te veré, que no escucharé tu voz preguntarme cómo estoy. Sé que no leeré otro párrafo tuyo y que ahora el silencio es un intruso que me desvela en las explayadas horas de la noche. Ya no habrán más actos que corregir y las palabras se quedaron atascadas en un nudo de mi garganta, en una lágrima que se desliza por mis párpados cerrados y en los poros que filtran mi sudor en este frío atardecer de mayo.
Temo escribir. Sí, temo porque las letras siempre me engañan, siempre me han engañado y me hacen creer realidades absurdas. La utopía no es real, es una quimera, es el autoengaño de nosotros los soñadores. Pero tú no lo pensaste así. Creíste que las palabras pueden cambiar y humanizar al hombre en un mundo de sordos, donde todos hablan sin diálogos.
¿Por qué no hablamos antes de estas cosas?
Te me fuiste maldito guerrero onírico. Desafiaste la muerte y te entregaste a ella en el ocaso del cansancio y me dijiste que todo está bién. Ahora tengo que seguir, pero yo no soy tú. Tú marchabas sin piernas y yo, con ellas, no puedo marchar sin ti.
¡Cuanta falta me haces padre!