“El poder se sustenta en el lavado de dinero, la manipulación mediática, el maridaje entre los grupos fácticos y económicos, la complicidad y el control de las instituciones del Estado”. “Ha quedado evidenciada la ilegalidad del gobierno de Danilo Medina, mandato en el cual han sido vulnerados los principios constitucionales”. “Un poder desmesurado y perpetuado a través de la inequidad y la complicidad de los órganos electorales”. “Nos encontramos frente a una crisis estructural del sistema político”.
Estas son algunas de las falsas, grandilocuentes y tremendistas frases con las que un grupo de intelectuales y activistas construyó un manifiesto en el que, tras un extremadamente superficial y –valga la redundancia- manifiestamente infundado análisis de la realidad nacional, se llega a la osadía de solicitar la renuncia al presidente Danilo Medina, al presidente democrático más votado en toda nuestra historia, hace apenas 1 año, y faltando todavía 3 años de mandato, con altísima popularidad –muy superior a la de sus homólogos en la región-, de comportamiento democrático y liberal ejemplar y excepcional, sin haber cometido falta alguna ni estar sujeto a investigación o juicio político o jurisdiccional en su contra, sin existir crisis política, con plena estabilidad y crecimiento económico, en normal funcionamiento de las instituciones, sin alteración del orden público y garantizándose todos los derechos de las personas. ¿Cómo explicar este absurdo manifiesto, casi demencial, y que, si no tuviese tan serias implicaciones políticas, debería ser totalmente ignorado?
La respuesta es solo una: la prevalencia, en la oposición y la sociedad civil, de un discurso clara e infantilmente redentorista y adanista. Los adanistas parten de la idea de que, como diría Carlos Alberto Montaner, “la historia comienza con ellos”. ¿Pero quienes son ellos? No se sabe. Los líderes no han arribado todavía. Pero quienes suscriben el manifiesto afirman que “lo que realmente pondría a temblar el sistema corrupto e injusto que tenemos sería la irrupción de nuevos liderazgos y actores sociales y políticos que tengan la confianza y la representación efectivas del gran segmento de la población harto del engaño y la mentira, de manera que se pueda imponer la agenda que necesitamos para producir la transformación integral de las estructuras de poder que garantice un verdadero Estado de derecho”.
¿Y el Estado de Derecho que tenemos? No. Ese no sirve. Es solo un “circo judicial”. Hace falta “un nuevo orden político democrático”. Por eso, hay que forzar la renuncia ahora del presidente Medina –y, posteriormente, de toda la subsiguiente línea constitucional de sucesión presidencial-, pasándole así por encima a la voluntad popular supermayoritariamente expresada en las elecciones de 2016 y designando “un nuevo gobierno de transición” cuyo “compromiso principal será la organización de una Constituyente por elección popular”. ¿Para qué la constituyente? No se dice. Se habla de un nuevo orden que “garantice servicios públicos de calidad, distribución más equitativa de las riquezas, garantía de los derechos y libertades individuales y un sistema electoral equitativo que abra las puertas a los derechos políticos de la ciudadanía”. Pero todo eso está en la Constitución vigente y lo que falta –por ejemplo, una nueva ley de partidos- se está conociendo actualmente en el Congreso.
El manifiesto afirma que no hay vía electoral ni partidaria para las reformas. El único camino es movilizar la muchedumbre, como si fuera una marea, y convertirla en “un vigoroso movimiento político y social”. Pero se olvida aquí lo que hasta un intelectual de credenciales verdes incuestionables y de la talla de un César Pérez había advertido el 25 de marzo de 2017: aunque es deseable que del movimiento surja un partido, “el príncipe, que finalmente conduzca este pueblo a su redención”, la experiencia demuestra que, generalmente, “de los movimientos de generalizadas protestas surgen partidos políticos cuando los principales animadores y gran parte de integrantes de ese movimiento tienen detrás de sí una sólida experiencia política y una memoria colectiva cuya referencia son las luchas de vastos sectores políticos, gremiales y sindicales desarrolladas a través del tiempo”, lo que afirma no es el caso del movimiento verde, concluyendo que “la anunciada y deseada muerte de los partidos de la oposición (de un determinado partido de la oposición) –y yo diría de los partidos, en sentido general, EJP-, es falsa, y hasta disparatada” (“La relación partido-movimiento”, “Hoy”). En otras palabras, como diría Rafael Latorre, el adanismo, o sea, “un liderazgo que nace como por generación espontánea, sin biografía ni tradición,” no es políticamente viable.
Pero… ¿qué sustituiría entonces a los partidos políticos según esta insólita proclama? La multitud, “formas no orgánicas capaces de auto-organizarse tomando las calles a través de marchas multitudinarias”. Lo que se busca es saltarse el artículo 216 de la Constitución, que estipula que los partidos articulan la “voluntad ciudadana”, e instaurar el reino de la no-intermediación. Sin embargo, esto, “es decir, la posibilidad de que se puedan desarrollar relaciones políticas y sociales sin algún tipo de mediación, es solo la última fábula de la ciencia política. Las mediaciones no se eliminan, se sustituyen”. Cuando se elimina “la mediación de los partidos” la política se entrega “a la mediación impersonal y opaca de quien controla las tecnologías informáticas” y dirige las marchas. Y lo que es peor: ese nuevo poder democrático, surgido de la calle y anidado en las redes sociales, ese supuesto poder “horizontal que desafía, vigila, deslegitima y ridiculiza el poder institucional y las jerarquías políticas corruptas, los poderes fácticos económicos y religiosos, los ‘ilustres’ y las bocinas oficiales”, en el fondo esconde, como bien señala Loris Caruso, “un autoritarismo de nuevo corte, que tiene poco que ver con el del siglo XX, y que se afirma de acuerdo con retóricas hiperdemocráticas y participativas”.