El pueblo es ahora en mis recuerdos una bruma delgada y apacible, es un bosquejo borroso, es un paisaje frágil de espumosa niebla que a fuerza de tanta desmemoria no tiene casi nombre ni contorno, unas calles trazadas a cordel, muy pocas calles, un parque bucólico y frondoso como solían ser los parques pueblerinos, retretas los domingos y días de fiesta.

En derredor del parque había un rumboso club de baile y un club de damiselas, un restaurante chino, una casa condal donde vivía un conde catalán, un llamado palacio del ayuntamiento, el lúgubre cuartel de la policía y un deslumbrante cine. El cine Carmelita y su letrero lumínico que parecía una cosa del otro mundo, con millones de luces parpadeantes que zumbaban con un zumbido que atraía a la gente indecisa (como los cantos de sirena de la Sabana de San Diego) cuando la película iba a comenzar.

En algún otro lugar había un mercado sucio y maloliente donde mataban los cerdos y las gallinas y los chivos en presencia de los compradores, había una escuela pública, una fortaleza inexpugnable sobre un barranco que daba al río, más arroyo que río, un montón de guaguas que iban todo el día y toda la noche hacia la capital y Julia Molina, las gallinas y  los chivos amarrados por las patas y colgando de las ventanas, los chivos muriéndose en vida con una extraña resignación, a veces berreando sin cesar y sin que nadie les pusiera caso, un régimen de terror. Eso recuerdo.

Ahora, como dije, es más que pueblo un paisaje, un delgado paisaje que apenas puedo definir en el temblor de las palabras, una borrosa acuarela, un espejismo, un paraje desvaído en una vana geografía que hoy no alcanzo a determinar, quizás a medio camino entre Comala y Macondo.

Recuerdo, sí, que toda la tierra entonces estaba sumergida entre bosques de cacao y café a la sombra de amapolas florecientes, plantaciones interminables de plátanos y guineos, inmensos arrozales, vacas rumiando a la sombra del samán, el prado de samanes interminables en la finca de los Aguayo.

Había también un río que serpenteaba por los montes, que se convertía en hondonada a su paso por el pueblo, que a veces no era río sino arroyo y a veces un torrente desbordado. Recuerdo la poza de los Vanderhorst, donde se bañaba tanta gente, y un extraño lugar en las afueras llamado Rabo de Chivo y otro llamado el Hoyo de Lala. Pero a la Sabana de San Diego nunca fui. Allí vivían mujeres de costumbres exóticas. Sirenas que atraían a los hombres y muchachos a la perdición.

Lo demás es un recodo de querencias familiares en el laberinto de la memoria, entre las infinitas curvas de la vida y la mirada inocente de una infancia remota. Allí está, por ejemplo, la espigada residencia de los abuelos paternos, esta la casa de los juguetes mágicos de la familia Moreno Martínez, y más que nada está el caserón de madera de la familia materna, el patio enorme, la mata de mangos  mameyitos, las aguas cristalinas de una cuneta que atravesaba el patio y moría en la letrina, las jicoteas que caminaban indolentes por la cocina. Pero sobre todo la habitación de Mamabuela, los besos de Mamabuela, los santos de la habitación de Mamabuela que se cambiaban de lugar, la velas y velones siempre encendidos. El marinero ahogado que se paseaba por todas las habitaciones con su uniforme de marinero genovés.

Nada había sido fácil desde la muerte del padre. El padre de familia era contable y había muerto a destiempo. Se murió de repente antes del día 25 y su empleador, que era el hombre más rico del pueblo, le descontó del salario de treinta pesos los días que faltaban para cobrar. Dejaba tres hijos y tres hijas en la orfandad, dejaba a la esposa viuda con una carga superior a sus fuerzas.

El mayor de los varones se había graduado de médico y se había echado encima casi toda la carga familiar, con ayuda de sus hermanos y hermanas. Las mujeres hacían dulces que sus hermanos salían a vender, lavaban ropa, reparaban prendas de vestir, hacían de tripas corazón y de una u otra forma llegaba la comida a la mesa. Las cosas mejorarían a la larga y entonces comenzaron a llegar los primos y las primas.

Muchos de ellos venían frecuentemente de visita o se habían quedado a vivir. Un pequeño ejército de parientes más o menos cercanos y algún otro que nadie conocía y que quizás no era pariente. Un infiltrado.

A veces eran tantos que en algunas camas tenían que dormir atravesados de cinco en cinco, cuidando de que los pies ni las cabezas tocaran el suelo para que los ratones no les comieran los dedos o los cabellos.

El baño y la letrina siempre estaban ocupados y casi todo el tiempo había filas larguísimas de gente a medio vestir o vestida con batas desaliñadas, envuelta en toallas y otras indumentarias, y con jabón de cuaba y papel de periódico en la mano. Para peor, durante la noche no podían salir al patio después de la hora de las ánimas y tenían que usar bacinillas, pero las bacinillas tampoco daban a basto para tantas personas, y cuando se llenaban había que arrojar los desperdicios por las ventanas o conservarlos en algún recipiente hasta el día siguiente.

Mamabuela, en cambio, tenía una bacinilla de mármol de Carrara para ella sola, una bacinilla de lujo con motivos ornamentales que sólo usaba en ocasiones especiales, las pocas veces al año en que tenía que aliviar el cuerpo. Pero lo que brotaba de su desmirriada anatomía era una hojarasca pajiza que se convertía casi de inmediato en polvo en contacto con el aire, una substancia etérea que Mamabuela limpiaba con un plumero y se disipaba con un extraño olor a santidad al más leve soplo de la brisa. Después volvía a colocar la bacinilla en su lugar de honor, entre las filas de velones encendidos y santos de su altar, y no la utilizaba para otra cosa. La única vez que orinó en el pesado y preciado recipiente, el mármol se manchó y cogió un olor pegajoso a difuntos, y Mamabuela tuvo que pasarse varias horas frotándolo con jabón y con lejía para devolverle su virginidad marmórea.

Como no estaba dispuesta a hacer fila para ir a la letrina, adquirió la costumbre de  depositar las aguas menores en la cuneta de aguas cristalinas, y lo hacía a la vista de todos, sin que nadie se diera cuenta en principio. El truco consistía en hacerse la disimulada, pararse sobre la cuneta con las piernas abiertas para que el pesado faldón ganara amplitud y orinar discretamente de pie. Cuando terminaba sacudía las caderas con la misma pretendida discreción y regresaba muy oronda a la habitación, que se encontraba al final del pasillo que daba al patio, una especie de anexo adosado al caserón. Eso sí, desde que llegaba la noche se encerraba con sus santos y sus muertos, y cualquier tipo de necesidad la postergaba hasta la salida del sol.

A la hora de comer también se producían congestiones de tráfico. Se sentaban, por turnos, por los menos catorce personas a la mesa y los que no cabían se llevaban sus platos al patio y se acomodaban a la sombra del mameyito.

Una vez, la muchacha de servicio recién llegada preguntó si el marinero no iba a comer con los demás. Le dijeron que no. Sólo estaba de paso y no comía. Era el antiguo novio de Mamabuela, el que se había ahogado en las aguas de Liguria muchos años atrás. La muchacha pensó que era una pena. Tan buenmozo y simpático. Y además parlanchín. Se lo encontraba siempre cerca de la cocina, pero no entendía lo que decía.