Mamabuela me contó que las dos torres de la iglesia se cayeron a la una de la tarde y que a esa misma hora los habitantes del poblado de Matanzas vieron que el mar se retiraba.
Las niñas de la congregación Hijas de María y los niños del Apostolado del Sagrado Corazón de Jesús habían estado toda la mañana adorando a la Virgen y al Señor y habían salido a comer. Después comenzó a temblar la tierra y fue entonces que la iglesia se derrumbó. También se cayeron las pocas casas de mampostería que había en el pueblo. El griterío que se armó llegó probablemente a las puertas del cielo. La gente gritaba y siguió gritando durante horas por lo qué había pasado y sobre todo por lo que pudo haber pasado.
En Matanzas, a cuarenta y cuatro kilómetros de distancia, también tembló la tierra, pero no se cayó nada porque no había nada que pudiera caerse. Los pobladores vieron que el mar se retiraba y ellos hicieron lo mismo. Empezaron a correr en dirección contraria. Gritaban y corrían hacia lo alto, mientras el mar se retiraba despacito. Seguirían gritando cuando vieron desde lejos que el mar volvía de su retiro con el ímpetu de una bola de cañón y se tragaba sus frágiles viviendas. Lo único que se salvó fue la iglesia, quizás porque estaba asentada sobre pilares más firmes. El mar la arrancó, la removió, pero no pudo llevársela y la dejó sobre el parque, lo que había sido el parque, casi a manera de ofrenda.
Un día después llegó un camión cargado de vacacionistas demacrados, un grupo de familias del pueblo que había estado disfrutando de los encantos de la playa de Matanzas en el momento del desastre y todavía no se reponían del susto. Traían el miedo pintado en las caras, el hambre y el cansancio. Los huesos molidos al cabo de tantas horas por un difícil camino vecinal.
En cuanto a los habitantes de Matanzas, después de mucho llorar por la pérdida de sus hogares y sus bienes, fundarían en un lugar cercano otro poblado al que llamarían Matancitas. Pero la playa había dejado de existir.
En el caserón de madera de la familia se habló mucho sobre los sucesos de ese día, que permanecieron en la memoria colectiva como una mancha indeleble. Muchos reían, al recordarlo, y otros lloraban, pero nadie era indiferente.
Las ruinas de la iglesia, que se hallaban a un costado del parque, ocupaban una cuadra entera y estuvieron durante años en el abandono. La gente esperaba que algún día serían removidas y se construiría otro templo. Cuando por fin lo hicieron el terreno se usó para ampliar el parque. El parque sería más grande, pero nunca volvería a ser tan bonito como en la época en que estaba sembrado de robles y conservaba su glorieta victoriana.
Los domingos y días de fiesta venía gente de diferentes sitios y el lugar se abarrotaba de campesinos y forasteros. En esos años y durante muchos años hubo una epidemia de inmigrantes y refugiados. Había españoles, catalanes, unos cuantos italianos y sobre todo árabes del Líbano, algunos de Siria. Otros serían palestinos a quienes los judíos habían despojado de sus tierras. A los tres últimos les llamaban turcos porque sus países habían estado dominados por los turcos y habían venido al país con pasaporte turco, y turcos serían durante mucho tiempo. Algunos, entre los más viejos, no aprendieron el idioma y terminaron olvidando el suyo.
Era gente afable y laboriosa que profesaba la religión católica maronita en su mayoría y se adaptó fácilmente a la irrealidad del paisaje cotidiano. Más de uno hizo fortuna o por lo menos dinero suficiente para vivir una vida sin sobresaltos, aparte del sobresalto de vivir.
Los matrimonios de conveniencia dieron origen a más grandes fortunas y dieron, sobre todo, mucho que hablar. A los hijos, nacidos y criados en el lugar, no les hacía gracia la conveniencia y empezaron a rebelarse más temprano que tarde. Aun así, muchachas jóvenes y bellas y amoratadas se vieron muchas veces frente al altar al lado de hombres viejos y desvencijados y ricos. Las arrastraban a la iglesia unas matronas decididas y robustas a fuerza de sanos consejos, de muchos sanos empujones, nalgadas y bofetadas o simplemente cargadas. Las inmolaban en el altar. Era lo que se llamaba una boda a la turca.
En aquella época mi madre me llevaba de vez en cuando a casa de las hermanas Vanderhorst cuando veníamos de vacaciones al caserón de madera. Quizás me llevó una sola vez pero la experiencia fue tan grata y tan intensa que se multiplicó en la memoria, se convirtió el pálido recuerdo en imágenes acristaladas que conservo mentalmente como en una especie de caleidoscopio.
Me gustaba ir porque la casa quedaba cerca del río, sobre el permanente rumor del río que siempre me producía una agradable sensación de bienestar, y porque me gustaba verlas haciendo canquiñas con su manos mágicas. Algo tenían de virtuosas las manos de esas mujeres simpáticas y cariñosas que transformaban el azúcar como si el azúcar les debiera obediencia y se doblegara a su voluntad. El azúcar en el caldero se fundía con un aroma delicioso, empezaba a cobrar cuerpo, a cobrar vida y cambiaba de color en un abrir y cerrar de ojos, se convertía en una deliciosa masa elástica que amasaban con tesón, casi con ternura. Lo mejor era cuando dividían esa masa en pedazos y los arrojaban sobre un clavo clavado a un poste de madera, lo trenzaban como se trenzan el pelo de una adolescente hasta que se convertía en una delgada y larga barra quebradiza, blanca roja y azul, que cortaban en pedazos. Lo mejor, en verdad, era cuando me brindaban uno de esos pedazos y le daban otros a mi madre para llevar.
El camino de regreso era tan largo como el camino de ida, pero en la ida caminábamos cuesta abajo y en la vuelta botábamos el bofe y llegábamos cansados, resoplando.
La alegría se disipaba en el rostro de mi madre y adquiría un grave aspecto de tristeza cuando pasábamos frente a la casa de una viuda a la que mucha gente negaba el saludo. Vivía a una cuadra del caserón de madera y pertenecía a una familia de apellido Perozo. Lo que quedaba de ella. Una viuda y una hija y un hijo que no tendría catorce años. El minotauro había hecho matar al esposo y otros miembros de la misma familia, incluyendo a dos hermanos. La había casi exterminado. Y con saña, con infinita saña.
El muchacho se llamaba José Luis Perozo Fermín y le decían Perocito. Nadie podía anticipar entonces lo que le esperaba en una de esas curvas trágicas de la vida. El minotauro era implacable, se vengaba sistemáticamente de sus enemigos y desafectos, y designaba a sus familiares como enemigos y desafectos para seguir cobrando venganza. Aún así, daba trabajo imaginar que desataría su ira contra un adolescente que sólo tenía culpa de haber nacido. El mundo, en esa época, parecía a veces una pesadilla de la que no se podía despertar.