En muchas de nuestras sociedades occidentales el debate contemporáneo se caracteriza por tres actitudes que dificultan la búsqueda de consensos razonables.

Una de ellas es la actitud relativista. El relativismo es la postura filosófica según la cual todas las creencias tienen el mismo estatus, es decir, todas son igualmente válidas.

Con frecuencia, profesionales de la opinión pública, o estudiantes universitarios en las aulas, piensan que el hecho de estar emocionalmente comprometidos con una determinada perspectiva legitima sus puntos de vista. Así, cuando en una discusión se les refuta un planteamiento, responden: “bueno esa es mi postura”, como si no hubiera que argumentar nada más y el asunto en cuestión fuera un problema de elección a partir de un menú chino donde uno elige un chow fan, otro un chow mein y todos felices con su elección.

El problema es que asuntos como el de la validez de un planteamiento, cuál es la decisión más razonable, o la forma de gobernar más adecuada, no son cuestiones de gusto. Si toda creencia es válida, da igual tratar de manera científica una neuropatía auditiva que tratarla con un brebaje chamánico. Si toda forma de gobernar es correcta, entonces da igual defender una sociedad plural que una dictadura.

A la actitud relativista se agrega una “actitud progre” consistente en pensar que toda postura desafiante a la “ciencia oficial” debe ser asumida y defendida. Basta con que cualquier profeta de la “Nueva Era”, excientífico “convertido” o hippie postmoderno decida señalar que una teoría corroborada es falsa o el producto de una trama internacional de las transnacionales capitalistas, de la CIA o de unos sabios que operan en las sombras para ganar simpatía entre muchos acólitos del movimiento “progre”.

Finalmente, tenemos la “actitud políticamente correcta”, consistente en asumir como verdad cualquier postura defendida desde movimientos minoritarios o excluidos. No toda postura defendida desde los movimientos feministas, afroamericanos, ecologistas o indigenistas es verdadera. Podemos simpatizar con determinadas causas, pero no todos los argumentos empleados  para defenderlas son legítimos.

En conclusión, estas actitudes dificultan desarrollar un debate honesto en la consecución de consensos razonables, porque con ellas no hay una auténtica preocupación por la verdad o la validez de lo que creemos, sino el compromiso ideológico de hacer que gane nuestra causa a toda costa.