En este mismo mes, me enteré que el disco saldría a las multitudes. McCartney se había metido en la habitación. Era el momento en que la pandemia atacaba al mundo en su primera etapa, y no al ritmo de Let it Be o de alguna de las canciones de Egypt Station, su última producción.

De manera rápida, había que saludar el acontecimiento como si se tratara de un regalo de preludio navideño. Por el momento, no tenemos a mano las cifras de ventas de Egypt, algo que si sabe su manager o su disquera.

Como le dije a alguien, no tenía nada que ver con Bob Dylan, –que anda en una película con George Clooney– y que retornaba como si fuera habitante de un cuento del gran Arthur Conan Doyle. Por otro lado, lo que había dicho Richard Lester –por allá por los 60’s–, no tenía nada que ver con Egypt Station, salvo que el concierto fue hecho en la azotea, con todo lo que eso implica. A la larga, se trata de una historia para la mágica posteridad de todos.

Las canciones de Egypt Station, acompañadas de la hermosa pintura de la portada que había hecho el mismo Paul, tenían algo así como una adivinanza, el desciframiento enigmático de viejas propuestas musicales.

Una semana después, me dije que todo estaba correcto en la apreciación de lo que vendría: un cidi ejemplar, con todas las modificaciones del azar posibles. Luego de semanas de entusiasmo por la nueva producción, había que esperar a que estuviera disponible al público.

Después de todos estos años, sus discos están ahí para demostrarlo: en Egypt ha entendido que todo tiene el color de la azotea, pero también de los viajes interiores a que se había sometido Paul durante tanto tiempo de búsqueda.

En su último disco, hubo quienes sacaron el escalpelo en busca de codornices que atacar. En este océano de internautas, las críticas fueron muchas. Algunos querían un arsenal monetario que nunca obtuvieron. Otros ensalzaron algunas dependencias ideológicas, como a la caza de notoriedad mediática. Menos complejos, otros quisieron decir que el disco era excelente, nodal, exclusivísimo.

En algunas entrevistas, Paul ha dicho se encanta a sí mismo como abuelo, una función que no se ha detenido en los últimos años. Ser abuelo tiene sus trucos: el niño –Arthur Donald, hijo de Linda, pero Paul tiene ocho nietos–, ha comprendido que tiene un cómplice mayor, y que le gusta la guitarra para que el futuro esté convertido en un eternisísimo proceso vital. Como costumbre, el truco está en componer canciones.

De todas formas, lo que se había visto en su pasado disco Egypt Station –grabado en Londres, Los Angeles y Sussex en Capitol Records– no tiene que ser el modelo por el cual juzguemos las canciones que saldrán en éste. De hecho, estamos claros que se trata de una nueva experimentación, con todo el reflejo de lo anterior: una construcción que nos permite entender la realidad del asunto de los legajos: son cientos, miles? Los esconde en su biblioteca de 7 Cavendish Avenue, Saint John’s Wood en Londres?

Como han mostrado los últimos años, la realidad es que ha convertido su experiencia en algo que muchos no han comprendido: un ritmo de producción que ha ido a la par de la industria, pero que no tiene que ver con los zigzagueos acomodaticios de algunos artistas. Si son miles, entonces que sean miles.

Como en el caso de otros discos del autor, –Kisses on the Bottom, New, Hope for the future, Egypt Sation–, está muy claro que se ha comprendido que en esta producción tendrá –como en las otras–, el favor de una gran cantidad de personas. Son los que lo siguen desde hace “cientos” de años.

Del lado hipercrítico, otros argumentan que el disco no tiene la “versatilidad” que debería tener para capturar nuevas audiencias; todo se interpreta hoy con el color de lo mediático y de lo virtual. Saludamos este disco que está programado para salir el 11 de diciembre.