El hambre no es una calamidad.

Es un escándalo.

SUSAN GEORGE (citada por Don Pedro Mir).

Existen varios tipos de hambres, pero la que viene a cuento no es esa sensación transitoria de vacío y dolor estomacal que solíamos sentir en el colegio a eso de la una de la tarde mientras la maestra se empeñaba en enseñarnos física durante el último período de clases; tampoco la pequeña tortura a que nos somete el despiadado amigo bohemio cuando bien entrada la noche no termina de servir la comida a la que nos había convidado para no perder el hechizo de una buena conversación; ni siquiera se trata de aquella canción erótica con que Blanca Rosa Gil nos inquietaba en nuestra infancia.  La que aquí nos ocupa es el hambre larga de que nos hablaba Luis Días.  El gran mentís a que vivimos en un mundo civilizado, pues casi un millardo de personas no tiene satisfecho uno de los instintos animales más primitivos y esenciales: comer.

Esta hambre vergonzosa suele ser noticia cuando se desata una hambruna como la que hoy aqueja a Somalia; sin embargo, estas calamidades encierran menos del ocho por ciento del hambre que se padece en el mundo.  La mayoría de las víctimas no son tan visibles, pues sufren un hambre crónica al no ingerir la cantidad y calidad de comida necesarias para crecer y mantener un buen estado de salud.  Esto conlleva a una fase de desnutrición donde el cuerpo trata de compensar la falta de energía por la carencia de alimentos disminuyendo su actividad física y mental, por lo que la persona va perdiendo su capacidad de concentración e iniciativa, además de hacerse más vulnerable a infecciones por un debilitamiento de su sistema inmunológico.  Los efectos más destructivos y muchas veces irreversibles de esta desnutrición ocurren durante el embarazo y los primeros tres años de vida, pues es una etapa de crecimiento rápido donde se forma el potencial físico e intelectual de los humanos.  De esta manera se ve atrofiado el crecimiento físico y mental de los niños afectados, que tendrán serios problemas de aprendizaje y una buena posibilidad de padecer pobreza y perpetuación del hambre como adultos.  Como si esto fuera poco, cada año mueren de hambre seis millones de niños.

No se sabe a ciencia cierta cuantas personas pasan hambre en el mundo.  El estimado oficial lo provee la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO, por sus siglas en inglés).  Hasta el año pasado, una de cada siete personas (925 millones) estaba hambrienta y desnutrida.  De estas, la mayoría vivía en el Tercer Mundo (98%) y en las zonas rurales (75%).  De acuerdo a la FAO, la República Dominicana es un país con una prevalencia moderadamente alta de desnutrición, viéndose afectado un 24% de la población (más de dos millones de personas).

El hambre es clasista: su causa principal es la pobreza. Tan ligadas están estas dos condiciones que en ellas opera un círculo vicioso donde los desposeídos están atrapados en una suerte de vals infernal en que la pobreza genera hambre y esta a su vez engendra más pobreza.  Otras fuentes de hambre son la discriminación, los desastres naturales, las guerras (donde la táctica perversa de rendir por hambre es harto conocida), la sobre-explotación del medio ambiente, y el énfasis en el crecimiento urbano en desmedro de la infra-estructura agrícola.

Lo que anonada es que en este generoso y maltratado planeta en que vivimos se producen alimentos suficientes para nutrir adecuadamente a toda la humanidad.  Por consiguiente, el hambre no se debe a la falta de alimentos sino al fracaso de un orden mundial que no prioriza la justa distribución de la comida, la eliminación de la pobreza, la disponibilidad de tierras cultivables y el poder de compra de los individuos.  Un sistema que trata la seguridad alimentaria como una mercancía y no como un derecho.  La Declaración Universal de los Derechos Humanos y la Convención sobre los Derechos Humanos del Niño reconocen la nutrición y el bienestar de la infancia como uno de los derechos básicos, y los estados firmantes tienen la responsabilidad jurídica de proteger esos derechos.  El hambre debe ser considerada una grave violación de los derechos humanos.  Pero, erradicar el hambre no es sólo un imperativo ético, ya que de lograrse generaría beneficios socio-económicos tangibles. Una buena nutrición es la base de una sociedad productiva y sana.

Con la excepción de las hambrunas, el hambre no debe combatirse con donativos ("funditas"), pues esos son proyectos de poder que sólo contribuyen a una cultura de dependencia para favorecer a los políticos corruptos.  Para luchar contra el hambre crónica se precisan políticas serias y efectivas de estado con cambios estructurales combinados a proyectos sostenibles de solidaridad que pasen por integrar a los pobres al proceso productivo.  Cada país debe trazarse como meta la soberanía alimentaria para evitar que la nutrición básica dependa de importaciones.  Igualmente, se deben impedir las prácticas monopolísticas y cualquier tipo de especulación y corrupción con los productos alimenticios. También, debe tenerse cuidado con la producción excesiva de bio-carburantes, como el etanol, pues podría conllevar a la degradación del medio ambiente y a la utilización de tierra cultivable en menosprecio de la producción de alimentos para consumo humano.  Como parte de su responsabilidad social, los habitantes del planeta deben consumir menos carne y sustituirla con otro tipo de alimentos nutritivos, pues para producir una libra de carne de res se requiere un promedio de dieciséis libras de granos.

Se dice que los problemas sociales como el hambre sólo encuentran solución cuando se transforman en una cuestión política.  He ahí un reto para los candidatos presidenciales del próximo año.  ¿Habrá alguno que se atreva a proponer y ejecutar un proyecto serio y sin demagogia que dure allende su gestión para erradicar el hambre que padecen más de dos millones de dominicanos?  Por suerte, aún no he perdido mi capacidad de sorpresa.