“Una democracia de consenso permanente

no será una democracia durante mucho tiempo.”

Tony Judt.

El estudio de las organizaciones que con frecuencia se autocalifican de “representantes de la sociedad civil”, es decir, de todo lo que está fuera de la Política, los partidos y el Estado es apasionante y retador.

Todo grupo humano tiene derecho a organizarse con los fines que considere necesarios: defender sus intereses, expresar sus opiniones, practicar algún deporte, etc.  Encontramos, por poner un ejemplo, a las organizaciones empresariales que con absoluta transparencia no ocultan los asuntos que defienden lo que permite identificar con claridad a los empresarios que dan más importancia al negocio que al mercado y viceversa.

Distinta es la situación de los representantes de la “sociedad civil” cuyos voceros, con una autoridad que no es posible atribuir a su origen democrático, se expresan en términos que debieran llamar la atención de quienes se ocupan de la democracia: “Hemos decidido apoyar al jefe de la Policía” o “No permitiremos que el gobierno…” Expresiones de ese talante se puede suponer que son un acuerdo fruto de intensas discusiones en las que participan no más de treinta personas, seguramente bien intencionadas, pero que no representan más que eso.  Por alguna extraña razón, sin embargo, se creen poseedores de una nueva “soberanía ética” que terminará por liquidar lo que creen defender: la institucionalidad.

La paradoja es que en un ambiente en que la desconfianza es mayoritaria, su no representatividad   les significa una gran ventaja para actuar como poder fáctico, o sea, como organismo que participa o influye en la toma de decisiones políticas sin ser parte de la institucionalidad. Claro que ya es observable que la ‘confusión’ ha llegado más lejos: se los ve cumplir funciones en nuevos organismos públicos, sin ningún respaldo legal.  La figura, sin fuerza y al parecer sin intención de mejorar el funcionamiento de las instituciones, semeja a lo que en su sabiduría el decir popular compara con la acción de meter el elefante en la cristalería.

Josep M. Vallés los define como “grupos de interés que persiguen ciertos objetivos políticos, pero sin aspirar a la elaboración de un proyecto global de gobierno” y les asigna determinadas características: su estructuración es fuerte y estable, su discurso sectorial, su escenario de actuación es institucional y social, su orientación hacia el poder institucional es la presión, su estrategia es el acceso a las autoridades y a los medios de comunicación, y sus recursos son el acceso al conocimiento experto y a los recursos económicos. Sin duda Vallés hace un buen trabajo de conceptualización, pues los nombres de las organizaciones que en nuestro medio califican ya sólo falta escribirlos y queda mejor si lo hacemos ejemplificando respecto a dos por su discurso sectorial diferente y porque podemos relacionarlos con los intereses que defienden. FINJUS, por ejemplo, responde a sectores empresariales ligados al sector financiero y se ocupa del sector legislativo y más recientemente de los aspectos constitucionales “asesorando” al nuevo Tribunal Constitucional -¿tan débil es el Tribunal?-.

A Participación Ciudadana, en cambio, que agrupa a profesionales liberales (por el ejercicio de sus profesiones) se le ve muy proclive a políticas inspiradas fuera de República Dominicana y tiene como blanco las elecciones, el Poder Legislativo y el Ejecutivo, en el que ya ‘participa’. Ambas instituciones tienen frente a la política una actuación muy funcional a su propio auto asignado papel de orientadores del buen actuar público. La opción de competir electoralmente teniendo tan buenas ideas no está en sus posibilidades: ¿y si pierden? ¿Quién legitimará a las instituciones?

Es una tarea pendiente en los estudios de Ciencia Política medir la eficacia de las acciones de estos grupos de presión con la misma vara con la que miden la de los odiosos políticos con quienes dichos grupos no tienen ningún problema en negociar financiamientos y consultorías. Participación Ciudadana por ejemplo, ha llevado una lucha larga, tenaz, heroica contra la ‘corrupción’… pero vale preguntarse con cuáles resultados.

Si los voceros de estas organizaciones han apoyado tales o cuales medidas, o han decidido participar en las nuevas creaciones ‘para estatales” ¿no resulta válido y necesario preguntarse qué pensará de eso doña Altagracita, Presidenta de las Amas de Casa de Guachupita o Gregorio, Coordinador de Los Sin Casa de Los Guaricanos? Allí es donde se enredan quienes confunden y/o se confunden con la “sociedad civil”.

La “sociedad civil” no tiene representantes.  En ella hay sectores organizados  que no pueden aspirar a ser representantes más que de sí mismos. Aunque duela y  aunque muchos no ejerzan, los legítimos representantes están en el gobierno y en el Poder Legislativo.  Pero hay que reconocerles a estos avanzados neo liberales el éxito mediático de haber logrado instalar la idea de que los políticos son “todos” corruptos y que “ninguno” sirve. Y que tampoco sirve la política.

Es falsa la pretensión de quienes son parte de la “sociedad civil oficial” que quien no crea en ella, está por el poder y control absoluto del Estado. Les falta reconocer que en su esquema faltan Doña Altagracita y Gregorio y es por eso que ahora ensayan, como si fuera nueva, la pregunta de Abraham Lincoln: “¿Acaso no destruimos a nuestros enemigos cuando los hacemos amigos nuestros?”.

Estos grupos, sin ningún control democrático, sin ninguna responsabilidad política y a los que se observa con un poder en ascenso serán o ya son “lobbies de intereses privados” en busca de capturar instituciones del Estado.

Faltan instituciones funcionando sin tanta asesoría,  falta Estado de Derecho y faltan mejores representantes. Falta abandonar el permanente acoso a los políticos, falta mejorar la política, falta democracia.