“¿Qué me contradigo a mí mismo? Bien, me contradigo a mí mismo. Soy extenso, en mí habitan multitudes.”  Walt Whitman – Canción de mí mismo.

La sociedad líquida, de la que Zygmunt Bauman comenzara a hablar hace ya más de una década, destila una nueva concepción del individuo al que erige en centro mismo de la existencia. Se trata de una  estructuración contraria a la consistencia del pasado y que rompe, en gran medida, con todo orden establecido anteriormente; un precepto distinto que configura todo cuanto acontece al ser humano -en su relación consigo mismo y con el entorno que le rodea- dentro de un esquema que prioriza la constante satisfacción de sus necesidades. Subyace en todo ello una inestabilidad de base, una búsqueda incesante de estímulos y una implacable avidez en la obtención de recompensas, a menudo acompañada de falta de consistencia de pensamiento y acción. ¿Es lícito entonces contradecirse a uno mismo como afirma Whitman? Sin duda lo es. No es necesario siquiera que un gran poeta venga a confirmar con sus palabras que somos seres complejos e impredecibles. De no serlo la vida sería un camino largo y tedioso hacia un fin conocido. Un viaje previsiblemente aburrido aun antes de comenzar.

Hay sin embargo, como en todo cuanto nos afecta como especie, una línea delicada y quebradiza cuyo transito nos sitúa a uno u otro lado. “¿Crees que no lo entiendo? El sueño imposible de ser. No de parecer, sino de ser. Consciente en cada momento, vigilante. Al mismo tiempo, el abismo entre lo que eres para los otros y para ti misma, el sentimiento de vértigo y el deseo constante de, al menos, estar expuesta, de ser analizada, diseccionada, quizás incluso aniquilada. Cada palabra una mentira, cada gesto una falsedad, cada sonrisa una mueca. (…) Nadie pregunta si es real o irreal, si tú eres verdadera o falsa. La pregunta sólo importa en el teatro. Y casi ni siquiera allí” escribió Ingmar Bergman para el guion de Persona, una de sus más célebres películas. Y es, precisamente en este punto, donde radican mis dudas al respecto. ¿Cuánto de real hay en mí si mis palabras y mis actos no concuerdan su intención? ¿Debo pues enmudecer para que mi boca no me traicione? Como persona en pleno ejercicio de la libertad, me reservo el derecho irrenunciable a decidir aquello que me afecta. Elijo, asumiendo la posibilidad de error, el hecho de desdecirme, de renegar de mis palabras y obrar de forma contraria a lo que alguna vez dije, más no por eso considero acertado  hacer de ello costumbre y considerarlo un valor.

No es tarea fácil ser coherente. Nadie puede estar permanente alerta y mostrar perfecta concordancia entre el decir y el obrar ajustándose a palabra. Nada puede asegurarnos que no hemos de negar tres veces al amigo, traicionar confianzas y defraudar a quién de nosotros espera, pese a las muchas promesas que acostumbramos a hacer sin que nadie nos las pida.  Para ello es preciso el inquebrantable propósito de ser fieles a quienes decimos que somos, o al menos a quienes confiamos ser; contemplar un nosotros y un ellos en vez de un yo universal que fagocite cualquier opción de mirar a los lados. Uno no asume la coherencia tan solo para sí mismo, sino que al hacerlo aquieta la incertidumbre ajena. Todos necesitamos confiar en alguien para sabernos un poco menos perplejos y perdidos frente a un mundo que demasiadas veces nos es hostil.  Fernando Savater afirma que “evidentemente el cambiar de opinión, el ser flexible en el razonamiento, no sólo no es humillante sino que es el mayor galardón de los seres racionales” y no puedo estar más de acuerdo con él. Pero a pesar de contemplar tal sentencia como rigurosamente cierta me cuestiono si por el contrario, la coherencia puede ser considerada un contravalor e indicar rigidez mental como algunos afirman. Tal vez, como siempre, sea cuestión de mesura.

Es indudable que un pensamiento persistente y rígido tiende a eliminar toda posibilidad de alcanzar acuerdos en posiciones divergentes y es por otro lado, al mismo tiempo incuestionable que un frecuente cambio de criterio y una flexibilidad extrema llevada por bandera genera, en demasiadas ocasiones, profunda desconfianza. Ambos extremos acaban por dinamitar cualquier intento por llegar a acomodo de partes contrarias. "Me doy cuenta de que si fuera estable, prudente y estático viviría en la muerte. Por consiguiente, acepto la confusión, la incertidumbre, el miedo y los altibajos emocionales, porque ese es el precio que estoy dispuesto a pagar por una vida fluida, perpleja y excitante" declaraba Carl Rogers. Y  de nuevo estoy de acuerdo con un psicólogo y teórico de su talla como no podía ser de otra forma, pero es preciso pensar que tal vez el hecho de pertenecer a un siglo diferente, le impidiera llegar a plantearse si esa vida eternamente excitante no nos habría de acabar pasando una factura demasiado elevada. Hay ciertos aspectos que en nada tiene que ver la sociedad del siglo XX, incluso en sus últimas décadas, con la actual. Poco podría haber sospechado Rogers que, tan solo unos años después, los cambios se produjeran a un ritmo tan vertiginoso que pudieran poner fin a casi todo lo conocido. Poco podría haber aventurado, en su momento, acerca de una sociedad que ignorante de su propia futilidad, se define por la volubilidad de carácter y  una fugacidad siempre presente en sus propuestas.

El individuo de la llamada sociedad líquida, que describiera Bauman, se eleva a sí mismo desde un feroz individualismo, Su constructo se erige sostenido en un registro de conductas de efímera consistencia. No es posible un modo diferente en un ser en exceso dúctil e impresionable, siempre sometido a la imprevisión en frenético y constante cambio. Los hombres y mujeres del siglo XXI no necesitan por ello permear esa edificación imaginaria y cimentarla en términos hoy estériles como consistencia, esfuerzo o reflexión. El sujeto del segundo milenio comenzó hace tiempo una huida hacia adelante. Prefiere eludir todo compromiso que pueda depararle un daño a futuro y explora el hoy sin consecuencias ni planes que puedan encadenar su supuesta libertad.

Reflexiono en voz alta tratando de explicarme las razones por las que se golpea el término, cual si de una suerte de estrechez de miras y fastidioso contubernio de necios y recalcitrantes se empeñaran en su uso. No me tengo ni por una ni por otra  y por ello, y sin hacer de tal causa estandarte, defenderé en cualquier foro la necesidad del niño de aprender, por observación, a través de la coherencia en la conducta del adulto. Son muchos los padres que premian en su hijo un acto de hoy que al siguiente día recibirá una bofetada. Pero no solo los niños necesitan de referentes que den solidez y normas claras a su aprendizaje. El ser humano necesita creer que la existencia está dotada de un cierto orden y que las cosas no cambian su condición cada vez que desvía la mirada. Lo contrario sería tal vez perderse en el desconcierto y el caos absoluto. La libertad no pierde su condición, ni es menos libre, por respetarse a sí misma y guardar a los demás idéntica pleitesía. No podemos dormitar con un amigo y despertar al lado de un extraño sin que se instale la zozobra en nuestra vida.

Cambiar de idea es loable, pero atenerte a tu esencia siempre cambiante lo es de igual modo. La coherencia no es algo estático sino algo en constante movimiento. Solo desde la pereza intelectual y la certeza absoluta el hombre es capaz de frenar todo avance. Tal lastre, sin embargo solo habla de ceguera o quizás de obstinación y ambos poco tienen que ver con el concepto que hoy nos ocupa. “No me avergüenzo de cambiar de opinión porque no me avergüenzo de pensar” decía el escritor y filósofo alemán Friedrich Von Schiller (1759-1805). Y efectivamente de eso se trata. Ser coherente es continuar cada día construyendo tu propio nivel de confianza en quien eres y responder a la existencia desde la armonía de ser quien dices ser, sin necesidad de modificar a cada instante tu propia visión de las cosas, pero ofreciéndote a la vez la posibilidad de hacerlo. Es aceptarte en el desacuerdo y también en el acuerdo de hermanar tus palabras y los actos que de ellas se emancipan para confirmarlas. O tal vez, después de todo, yo esté equivocada y mañana mis ideas sean por completo distintas. Al fin y al cabo, como dijera Groucho Marx, “Estos son mis  principios y si no le gustan tengo otros.”