El instinto de conservación prepara el ataque o la huida a través de reflejos ancestrales. Vemos, olemos, escuchamos, palpamos y pensamos evaluando el entorno en busca de señales de alarma. Es una defensa zoológica que evitó por milenios que las fieras nos comieran y que los invasores se llevasen lo nuestro. Aun civilizados, hoy seguimos respondiendo a esos instintos que nos hacen capaces de iniciar agresiones hasta contra nuestros propios semejantes.

Divididos en razas, países, idiomas y culturas, tenemos amigos y enemigos. Estos últimos casi siempre son aquellos que lucen, actúan, o suenan “raros”, suponiéndoseles una amenaza. El “homo sapiens”, ya sea por creencias religiosas -la fe lleva millones de matanzas a su haber – el color de la piel o un idioma diferente, está dispuesto a agredir sin compasión, tanto física como psicológicamente. Prejuzgamos las diferencias del otro con una facilidad peligrosa.

Entre un número interminable de prejuicios, existe uno que apenas se menciona: el “acentismo”; nada que ver con ascetismo ni ausentismo. La palabra acentismo (discriminar a una persona por su acento) fue certificada por la “oficina quebequense de la lengua francesa”, bajo la iniciativa del chileno-canadiense Luis Zúñiga; víctima y estudioso de esa discriminación. Aunque se oficializara en lengua francesa, la aceptación me satisface, pues hace tiempo tomo nota del fenómeno en los diferentes países donde me ha tocado vivir. He aquí algunos ejemplos.

El dominicano – tantas veces dependiente de lo que llegue a sus playas – suele dar la bienvenida a los acentos extranjeros, pero dentro de una jerarquía establecida: respetamos entonaciones alemanas, norteamericanos y francesas, pero descalificamos de antemano esa cadencia afro-europea del haitiano.  El seseo español llega con afecto, comercio, y camaradería; el de aquellos que llamamos “turcos”, resulta simpático, bonachón y negociante. El peculiar acento chino suena misterioso, a sabiduría lejana, y les resulta desconfiable a las nuevas generaciones.  Es una manera irreflexiva de apreciar tonalidades idiomáticas de las que ninguno escapamos.

Sucede que el acentismo es universal, y también se enfrentan con él los hispanoamericanos que llegan a España. La parla dominicana allí se toma como bullicio, gente de fiesta fácil y bajo nivel educativo, pero sin rechazo. Al cubano se le escucha con simpatía, presumiéndole sensualidad, musicalidad e inteligencia; es bien acogido, pues no podemos olvidar que Cuba fue la colonia más querida de los españoles. Se prejuzgan las variaciones suramericanas y, por supuesto, las norteamericanas como inferiores. Basta pronunciar unas cuantas oraciones y la etiqueta está puesta de forma arbitraria e instantánea.

En Estados Unidos, país históricamente racista y etnocéntrico, la forma de pronunciar el inglés puede facilitarte o dificultarte el éxito laboral. Tienen sus medidas: respetan los giros nórdicos y la impecable pronunciación de los ingleses educados. Sin embargo, el de los hispanos, y el de sus propios afroamericanos, provocan rechazo; sin detenerse a pensar que el interlocutor pudiese ser tanto o más educado que el que dicta la irreversible sentencia.

Esa discriminación por el acento es parte del instinto de conservación adquirido en nuestros comienzos, cuando andábamos en cuatro patas. Era esencial viviendo en cavernas o caminando en hordas por selvas y bosques. En furtivos encuentros, bastaban unos cuantos sonidos del recién llegado para tranquilizarnos o para iniciar el degollamiento. Hoy todavía nos queda mucho “Pedro Picapiedra” dentro, y no dudamos en coger el garrote por cualquier “quítame esa paja”.

En Canadá, Luis Zúñiga fue despedido dos veces de su trabajo por hablar el francés con acento. Sin embargo, no se dio por vencido y capitaneó una cruzada contra eta particular forma de prejuicio. Recopiló sus esfuerzos en un libro, “Ton accent, Luis” (Tu acento, Luis), logrando que “acentismo” fuese reconocida como palabra en el año 2017 por la academia francesa de la lengua.

Quisiera que pronto pudiera ser incluida en diccionarios españoles, ingleses, y de otras lenguas modernas. Así, todos recordaremos que el acento orienta, pero no define, ni en lo bueno ni en lo malo, la persona con quien conversamos.