Una vez más, la semana transcurrió entre dramas absurdos que, a primera vista, no se entienden. Estamos inmersos en el “teatro del absurdo nacional”, sin censura ni final. El “teatro del absurdo”, cuya obra emblemática y primigenia sería “Esperando a Godot”, del alemán Bertolt Brecht, expone al espectador a tramas irracionales, impactantes por el sin sentido, ese mismo sin sentido prevaleciente hoy en el Estado y la sociedad dominicana.
La semana pasada circuló por las redes un video filmado en una dependencia estatal. En la pared del concurrido despacho destacaba un enorme retrato de Duarte – el héroe de las mil caras – que parecía vigilar el festejo. Asistían funcionarios ensacados, entre ellos, la hermana del presidente, Lucía Medina. Aplaudían divertidos a una niña de apenas seis o siete años disfrazada de Fefita la Grande. La menor daba “golpes de barriga” y contoneaba sexualmente sus caderas al compás de un merengue. Supervisaba el lastimoso espectáculo la misma Fefita, remeneándose con igual indecencia. Fue un abuso infantil que deleitó a las autoridades de la “revolución educativa”.
En menos de veinticuatro horas recibí otro video, y lo que allí escuché es solamente posible en sociedades secuestradas por delincuentes: un joven, de aretes brillantes y cachucha roja, saliendo del Palacio de Justicia, confesaba ante las cámaras ser dueño de un punto de “venta de sustancias controladas”. Venía de querellarse en contra de un policía, que, a pesar de tenerlo bajo su nómina (afirmó pagarle doce mil pesos semanales), le había quitado su motocicleta. Lo dijo con pelos y señales, nombres incluidos. El personaje se marchó tranquilo a su negocio, esperanzado en que la justicia le resolvería su problema…
Luego vino el balazo en la cabeza al defensor del “limpia vidrios”; la ejecución de un conductor en Bella Vista a tiro limpio; el Duarte, versión diez mil, que dicen se parece a Danilo; un hospital nuevo haciendo agua; y una motociclista cayéndole a telefonazo limpio a un AMET porque, cumpliendo con su deber, le pidió que se detuviera. Pero ahí no quedaron las cosas, pues la insensatez remontó niveles inimaginables en las declaraciones del presidente de los diputados, Rubén Maldonado, hoy el máximo exponente del absurdo nacional.
Si alguien alguna vez puso en duda nuestro desastre institucional, y la ignorancia de nuestros funcionarios acerca de sus deberes, basta con que repasen lo sucedido en la cámara de diputados para dejar de tenerlas. La constitución deja bien claro las 30 funciones a las que se obligan los presidentes del poder legislativo. Ninguna de ellas, ni siquiera mal interpretadas, autoriza a juzgar nada ni a nadie.
El señor Maldonado, sin embargo, dictaminó como buenas y válidas las explicaciones del gobierno sobre los pagos efectuados a los delincuentes Joao Santana y Mónica Moura, y afirmó que las cuentas presentadas por la diputada Faride Raful eran unas cuartillas politiqueras. Eso, a pesar de que esas cuentas están firmadas y pagadas por el gobierno de su presidente Danilo Medina.
Esa sin razón, alejada de toda lógica y legalidad, se produjo luego de que ese líder peledeista participara en el salvaje y enardecido sabotaje que hiciera la bancada de su partido a cualquier investigación de esos irrefutables documentos. Una actuación sin sentido, apandillada, y absurda.
Como bien advirtió en su artículo de la semana pasada el sociólogo Melvin Mañón, “La situación es muchísimo más grave de los que aparenta, y una demostración inequívoca de hasta donde la autoridad ha dejado de ser y ejercer…” El comportamiento del presidente de los diputados y de su recua, es pura anarquía, un barullo, consecuencia de una tragicomedia de autoría gubernamental.
¿Y qué hacer ante este absurdo político que no se detiene? Ahora, sólo tiene sentido democrático marchar masivamente de color verde. Es mejor marchar en orden que ser sorprendidos por el desorden. Es mejor organizar democráticamente al pueblo que verlo quemando gomas y saqueando comercios. Es mejor mantener esta pobre democracia que no llegar a ser Nicaragua o Venezuela.