« Ahí vivió Jean Lafitte » dijo Michel, que nos andaba enseñando Nueva Orleans. El paseo era difícil pues la ciudad del jazz es pegajosamente calurosa, así que sin pensarlo, nos escondimos del sol en esa construcción de mil setecientos y tantos.

Resulta que el mentado Lafitte era un pirata francés. Hoy diríamos que esa casa del French Quarter era su business center. Sentado junto a su hermano Pierre, entre ron y ron, los Laffite te conseguían lo que fuera, sobre todo esclavos fuertotes para el cultivo del algodón. A éstos los tenían en un lugar llamado Barataria o Bartaria, nombre de resonancias cervantinas: la ínsula Barataria era a donde Sancho se iría a gobernar un día, según la promesa de su amo, el Caballero de la Triste Figura.

En el bar, que lleva el nombre del pirata: Jean Laffite’s Blacksmith Shop, había un par de chimeneas que por fortuna estaban apagadas. Dicen que es el más antiguo de Estados Unidos, pues funciona desde 1772. Entonces me acordé del Salón París, adonde iba José Alfredo Jiménez a agarrar inspiración –hay quienes sostienen que incluso trabajó allí de mesero–. Está en el barrio de Santa María de la Ribera, enfrente del Kiosco Morisco que es una joya…

Yo hubiera querido una cerveza, pero al parecer era casi obligatorio probar la absenta, esa bebida de los impresionistas y de la bohemia, cuya mala fama hizo que se prohibiera gran parte del siglo XX. Nos llevaron a la parte de atrás y sentados en una barra centenaria, vimos a la cantinera sacar una botella verdosa. ¡Ah, el hada verde! El (único) alimento de Van Gogh también se consumía en este lado del charco, sino preguntémosle a Twain. En la parte superior de nuestras copas pusieron una cucharilla agujereada, sobre la cual había un terrón de azúcar. La chica echó un chorrito de absenta y luego otro de agua. El azúcar medio se deshizo y voilà un coctel de veinte dólares (más propina) que nos apagó el calorón. Su sabor anisado me recordaba al pastis, otro alcohol popular en el sur de Francia. Decían que el absinthe provocaba alucinaciones, aunque inspirara a Degas, a Gauguin. En aquel París no se tomaba otra cosa y eso preocupó a los viticultores que esparcieron el rumor de que era una bebida maldita: de hada se transformaría en demonio: le diable vert.

A principios de mil ochocientos New Orleans, que ya había pasado por manos españolas y francesas, quería sacarse a Inglaterra de encima. Monsieur Lafitte ayudó en esa causa al comandante Jackson, poniendo a su disposición a todos los malhechores de su respetable negocio. Ganaron la llamada “Batalla de Nueva Orleans” (qué originales), cuyo triunfo le sirvió a Andrew Jackson para llegar a la Casa Blanca y, al corsario; a ser recordado como un local hero.

Míster J fue el séptimo presidente de Gringolandia, su rostro sale en los billetes de a veinte, como el par que le dejamos a la cantinera (y otros tantos con la figura de Lincoln)…No sé si me dio más miedo quedarme sin dinero o sin oreja, así que casi en silencio pedí un vaso de agua (de la llave). No olvidemos que en uno de sus delirios (supuestamente provocado por el ajenjo) el atormentado holandés, le dio su orejita a una chica que alquilaba caricias, una irrefutable prueba de amor…

Sin un ápice de tacañería (¿o a causa de ella?) le comenté a Michel todo lo que hubiéramos podido beber con dos Jacksons en el Saloncito París: cerveza de barril, mezcal con gusano, tequilas dobles, caldos de camarón, todo esto mientras las fotos de José Alfredo nos gritaban: « ¡Salud! ».

La absenta sigue prohibida en su país de origen, mientras que los suizos, cuenta otra leyenda urbana, suelen esconder esas botellitas verdes en sus bosques para que el paseante no se sienta tan solo. Y en los pantanos de por aquí, ¿puede encontrarse algo más que cocodrilos y mosquitos?, pregunté ilusionado.