“Antes de hablar pregúntate si lo que vas a decir es verdad, si no daña a nadie, si es útil. Y en fin, si vale la pena perturbar el silencio con lo que quieres decir”. Poco importa si la cita es de Sócrates o de Buda: encierra una gran verdad. Podría embarcarme en consideraciones epistemológicas (¿Lo que digo es verdad?) o éticas (¿Lo que digo no daña a nadie?), pero la verdad es que no estoy en ánimo de escribir cosas serias esta vez. Me limitaré a demostrar con dos ejemplos (jocosos o no, según se quiera) de que hablar por hablar no solo es inútil, sino hasta peligroso. Y que la probabilidad de meter la pata es directamente proporcional a la frecuencia con que se abre la boca.

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Talanca existía entonces. A Talanca iban en peregrinación izquierdistas, ingenuos que creían todavía que el peledé era un partido serio, intelectuales, pseudo intelectuales, intelectualoides, amantes de la Nueva Trova y el ron añejo… Aquella noche, Talanca estaba repleta. Tanto, que lo que se decía en una mesa se escuchaba en la vecina. Compartíamos una mesa tres de estos izquierdosos. En una mesa vecina estaban sentados tres fortachones con pintas de pollos de granja. Como admiradores de Fidel que eran, los primeros se habían entusiasmado loando al barbudo y acabando con quienes lo calificaban de dictador. “Hay dos cubanos buenos: Fidel y el cubano muerto”, dijo uno. “No soporto a esos malditos gusanos que viven en Miami”, dijo otro. El tercero no tuvo tiempo de ripostar. Hasta ahí llegó la conversación. Uno de nuestros vecinos, con unos bíceps de Hulk y una espalda más ancha que un frízer NEDOCA se abalanzó hacia uno y, agarrándolo con firmeza por la muñeca le dijo “Yo soy cubano de Miami”. Otro de los cubanos, que estaba sentado en una de las sillas más lejanas, señaló a otro con un índice amenazante mientras le decía: “Y tú te callas”. El tercero seguía sin hablar.

Al que tenían agarrado por la muñeca no le hacía falta tanto para reaccionar violentamente. Sin embargo, reconociendo sin dudas que había ofendido a los cubanos, le dijo – con serenidad, pero con firmeza – a su agresor: “Amigo, suélteme, aquí no ha pasado nada”. Lo que hizo el cubano a la tercera vez. Al que habían señalado lo embargó un sentimiento de alivio, al saberse a salvo de una tremenda agolpiá. Años después se enteró de que se había librado de algo mucho peor: El tercero callaba pero, debajo de la mesa, tenía su pistola sobada listo para usarla si hubiese sido necesario. O sea, que esa noche hasta una bala se le habría pegado.

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Punta Torrecilla, década de los noventa. Un grupo de empleados de una multinacional petrolera describían, con su inglés de muelle, a una jefa venida de los países a inspeccionar las instalaciones de almacenamiento allí localizadas. La gringa era fea con timbales: pálida como una salamandra, con una nariz aguilucha, un ojo tan torcido y tan negro como sus dientes y más flaca y encorvada que un carrao. Era, como se decía entonces, “fea hasta la pared de enfrente” o “más fea que meterse un dedo en la nariz o las palabras sobaco, verija o saranana”. Eso pensó el afrentoso cuya lengua ya  se preparaba para lanzar el fonema dental sonoro inicial de “¡Diablo, qué pájara tan fea!” cuando la susodicha, en un español perfecto preguntó: “¿Qué capacidad tiene ese tanque?” El de la lengua sin pelos se salvó de una botada por los pelos.

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Versalles, verano del 2001. En la Galería de los Espejos no cabía ni la menor duda. Turistas de los cuatros rincones del mundo observaban, maravillados esa joya arquitectónica: su decoración barroca, sus setenta y tres metros de largo, sus 357 espejos…La multitud estaba tan deslumbrada como los invitados de Luis XIV, tres siglos antes. Una francesa guiaba a una manada de mansos japoneses. Iba delante, como un pastor. Pero en lugar de cayado, llevaba una sombrilla de mano, sin abrir, con el brazo en alto, para que los orientales no se disgregaran. Hacia calor y la guía llevaba una blusa sin mangas, lo que permitía observar un sobaco impecablemente rasurado. Al pasar la rubia junto a cuatro dominicanos que visitaban el palacio, uno de ellos, asumiendo que la guía no hablaba nuestro español y queriendo hacer reír al resto de los criollos les lanzó un “¡Diablo, que grajo!”. Decirlo y ver la francesa que se le iba encima fue la misma cosa. Cuando estuvo frente a él, le puso el sobaco frente a la nariz y lo desafió con un “¡Huela!”. “Terre, avale-moi!”, solo atinó a pensar el pobre hombre, mientras miraba fijamente el parqué de roble, anhelando con todo su corazón que se abriera y se lo tragara.

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Moraleja: si usted no tiene nada útil que decir, cállese. Así se evitará, toletazos, cancelaciones, balazos y papelazos.