En un artículo anterior planteaba que en la mayor parte del mundo la posición liberal frente al aborto es la despenalización total durante el primer trimestre del embarazo y la posición conservadora es la despenalización por causales, en términos generalmente más amplios que los tres propuestos en RD. La prohibición absoluta, que sólo existe en media docena de países católicos, entre ellos el nuestro, se considera una aberración impropia de gente civilizada y ni siquiera se discute.

Aunque las encuestas nos confirman que la mayoría de dominicanos está a favor de la causal terapéutica, no es menos cierto que porcentajes significativos siguen rechazando la despenalización, sobre todo por violación/incesto y por inviabilidad fetal.  ¿Cómo explicar estos niveles de fanatismo en un país donde mucha más gente prefiere pasar sus Viernes Santos bebiendo romo en las playas que rezando en las iglesias, un país tan dado a acomodar sus mandatos ético-religiosos a las conveniencias particulares? (y pensemos si no en lo bien que toleramos el adulterio masculino, la evasión de impuestos o el uso indebido de los recursos públicos, para citar solo algunos de ejemplos.

La profunda hipocresía que subyace a toda esta discusión salta a la vista si tomamos en cuenta que vivimos en un país donde hace ya 20 años que los estudios estimaban se practicaban 82,500 abortos anuales.

Creo que la respuesta a esta interrogante hay que buscarla en las intersecciones ideológicas entre el machismo y el catolicismo, particularmente en lo que respecta a la capacidad moral de la mujer para tomar decisiones fuera del control o la tutela masculinas. Estos dos sistemas de pensamiento no sólo se han polenizado entre sí a lo largo de milenios, sino que continúan reforzándose mutuamente en la actualidad. De hecho, no es exagerado afirmar que en América Latina las iglesias -porque no solo la católica- siguen siendo una de las principales barreras al ejercicio igualitario de derechos por parte de las mujeres, en tanto aportan argumentos, doctrinas y modelos institucionales de exclusión que legitiman su subordinación.

La cultura machista, tanto en su versión laica como en su versión clerical, se niega a aceptar que las mujeres tienen exactamente el mismo derecho a la autodeterminación sobre sus cuerpos y sus vidas que tienen los hombres. Y con toda razón, ya que el dominio masculino sobre las mujeres descansa justamente sobre la capacidad de imponer este no reconocimiento de la agencia femenina, esta negación de la mujer como sujeto moral competente para tomar decisiones importantes al margen de la tutela masculina. Por eso el patriarcado rechaza tan celosamente esta agencia femenina y protege tan obstinadamente el dominio masculino sobre sus cuerpos/vidas, apelando de ser necesario a la violencia –obligándolas a parir en contra de su voluntad, por ejemplo, y en general ejerciendo control sobre todos los aspectos de su comportamiento sexual y reproductivo.

Esa es justamente la esencia de la doble moral sexual que clérigos y machistas defienden con igual celo: contrario a los varones, la mujer virtuosa no tiene deseos sexuales propios, llega virgen al matrimonio y se mantiene fiel a un solo hombre, su marido, durante toda la vida. En el mejor de los casos esta doble moral se sustenta en normas religiosas y legales –como la oposición Eva/María o el artículo del Código Penal que hasta el año 1997 penalizaba el adulterio femenino pero no el masculino- así como en la presión social que desacredita a las mujeres “fáciles” o “aviones”, pero que jamás tasa el valor moral de un hombre en función de su comportamiento sexual. En casos extremos la doble moral se impone mediante la violencia homicida, como el sati de las viudas indias o el feminicidio de las mujeres dominicanas, asesinadas en su mayoría por atreverse a presumir que pueden disponer de su sexualidad al margen de los deseos de su “dueño”.

A este veneno ideológico en que se sustenta la prohibición del aborto se suma el mito machista de la maternidad, concebida como misión suprema de la mujer y su mayor realización personal y social. De ahí la prohibición católica de la anticoncepción, que obliga a la mujer a “tener todos los hijos que Dios le mande”, lo que efectivamente la reduce a la condición de bestia biológica. Contrario a la concepción de la paternidad como dimensión vital masculina pero no necesariamente superior a otras formas de realización personal, el mito de la maternidad exige que la mujer subordine todos los demás aspectos de su vida al cumplimiento de su “destino” materno, lo que por supuesto incluye llevar a término embarazos que no son buscados ni deseados. (He aquí la esclava del Señor…)

Sobre la distinción entre abortos “legítimos” e “ilegítimos”

Desde la perspectiva católica, ningún aborto es permitido porque “todos los seres humanos tienen el mismo valor”, aunque uno de los dos sea una persona y el otro un cigoto. Contra este referente, el discurso neo-machista que admite el aborto terapéutico en situaciones de amenaza inminente a la vida de la mujer parece un gran avance, sobre todo si se acompaña de la despenalización por inviabilidad fetal y violación/incesto. En el discurso de muchos dominicanos se entiende que éstos son abortos justificados o “legítimos”, muy diferentes a los abortos “alegres”, producto del supuesto libertinaje de mujeres irresponsables, que utilizan el aborto como método anticonceptivo, etc., etc.

Pero se puede argumentar que la verdadera distinción entre abortos “legítimos” e “ilegítimos” reside en quiénes tienen el derecho de definir qué constituye una causa válida y a quiénes corresponde decidir si el aborto procede o no procede. Y en ninguno de estos tres casos la decisión corresponde en primera instancia a la mujer, sino a la junta médica, al comité de bioética, al psiquiatra o al juez. Bajo la penalización por causales son ellos quienes tienen el poder de decisión, siendo ésta la distinción crucial con la despenalización amplia, en la que la interrupción del embarazo durante el primer trimestre se realiza directamente a solicitud de la mujer –sin permisos o justificaciones médicas, sin jueces atendiendo a sus íntimas convicciones, ni comités de bioética ponderando el valor relativo de la vida de una mujer frente a la de un embrión. Es decir, sin hombres tomando decisiones al margen de los intereses o deseos de la mujer que lleva el embarazo en su cuerpo y que durante años será la responsable principal, sino única, del hijo que nacerá. 

La profunda hipocresía que subyace a toda esta discusión salta a la vista si tomamos en cuenta que vivimos en un país donde hace ya 20 años que los estudios estimaban se practicaban 82,500 abortos anuales. Si razonablemente asumimos que la mayoría de estos abortos no son practicados año tras año por las mismas mujeres, y si lógicamente suponemos que cada una de las mujeres que abortó contó con el apoyo y/o acompañamiento de su pareja, amiga, madre y/o hermana, estamos hablando de un fenómeno en el que a lo largo de los años han estado implicados millones de dominicanas y dominicanos. ¿Cuántos ciudadanos/as de este país pueden afirmar que su vida no ha sido tocada por la problemática del aborto? ¿Cuántos admiten en su fuero interno que hubieran preferido que su experiencia de aborto –la propia o la de su pareja, hija, amiga o hermana- hubiese sido menos riesgosa, menos clandestina, menos estigmatizada?

Lo que está en juego en nuestro país no es solamente la despenalización por causales, con todas las crueldades, injusticias y abusos que el statu quo actual supone, sino también el reconocimiento de la capacidad moral de las mujeres a tomar decisiones por sí mismas, sin imposiciones o tutelas masculinas. Esto tiene múltiples implicaciones no sólo para el ejercicio de los derechos reproductivos de las mujeres sino también para su ejercicio ciudadano en sentido general. Porque sin ciudadanía sexual de las mujeres no hay democracia.