Asomar la cabeza en la discusión irresoluta del aborto produce frustración. Es un laberinto que no vislumbra salida; un debate que depende de la objetividad con que se enfrente, creencias religiosas , conclusiones científicas , y, por supuesto, de hacia donde se incline el poder al momento de legislar. Entre nosotros, debemos tener presente que el Estado dominicano es constitucionalmente laico pero oficialmente católico. Así lo consigna el concordato firmado en 1954 entre el dictador Trujillo- que para entonces ya había violado los diez mandamientos- y la Santa Sede.
Ese documento es de suma importancia para entender la complejidad del tema, puesto que consolidó el poder político y el monopolio de la fe católica. A partir de entonces, el temor a Dios, la culpa, y el pecado atemorizaron sistemáticamente esta sociedad con mayor fuerza. A través del catolicismo se conceptualizó el aborto y se levantó una muralla impenetrable a cualquier razonamiento disidente.
No aceptar las “tres casuales” es una enorme injusticia, un crimen psicológico. Sería una prohibición basadas en dogmas e interpretaciones acomodaticias del “derecho a la vida”, considerando que ambas partes, madre y feto, poseen los mismos derechos y la misma humanidad. Algo insostenible a la luz del razonamiento científico.
Terminar un embarazo en cualquier momento del desarrollo del feto es pecado mortal y la madre terminará irremediablemente chamuscada en el averno. Y punto. El dogma resiste la lógica, cronificando y enmarañando la polémica sin negociación posible; enfrenta agresivamente cualquier razonamiento contrario, convirtiendo la polémica en crónica y peligrosa. El aborto quedó demonizado a favor del conservadurismo católico.
Parece insoluble el debate, puesto que inexorablemente transita entre creencias, supersticiones, pecados, leyes prejuiciadas, y realidades científicas ignoradas. El sofisma contamina y deforma los derechos de la mujer, y el fundamentalismo aprieta y no suelta.
El cristianismo condena a más de la mitad de los habitantes del planeta, sin detenerse a pensar que en los países donde la mujer puede ejercer su derecho sobre el embarazo temprano, rige un laicismo sin contrasentidos donde prosperidad y civilización van de la mano. Que enaltecen la dignidad de las personas, superando por mucho, y en todo sentido, a los escasos países donde todavía es ilegal el aborto.
Para mayor enredo, en los debates se discute el “derecho a la vida desde su concepción”. Si nos quedásemos en “vida”, tendríamos que incluir toda criatura viviente, y suspender de inmediato caza, captura e ingesta, de esas especies que nos zampamos a diario buscando proteínas. Pero ripostan: no se trata de cualquier vida, sino de la humana, del “homos sapiens”. Esa especie cuya única diferencia con las demás estriba únicamente en el tamaño y funcionamiento del cerebro. El único animal pensante.
Entonces, la ortodoxia se esmera en humanizar los primeros meses del feto deformando conclusiones científicas, citando anécdotas de ginecólogos creyentes, exhibiendo fotografía de fetos querendones intentando comunicarse con el exterior, y otros que sangran amputados luego del “asesinato”. Incluso, afirman que el alma habita en la mórula desde que se adhiere al útero. O algo así…
La ciencia demuestra que el feto carece de un cerebro desarrollado; un animalillo en formación sin capacidad de pensar, carente de humanidad. Es apenas un potencial de “homos sapiens”. Nada ni nadie ha demostrado que un feto en los primeros tres meses de vida es humano, en tanto en cuanto animal pensante. Y eso que viene dotado de alma podría ser pura fantasía.
Para mayor complicación, es unánime la aceptación- al menos en occidente- que quienes si tienen cerebro son las mujeres; esas que gestan y paren. Ellas, sin duda, son humanas “bona fide” y piensan como tales, capaces de ejercer el libre albedrío y la religión que les de la gana. O ser ateas, si quisiesen.
No aceptar las “tres casuales” es una enorme injusticia, un crimen psicológico. Sería una prohibición basadas en dogmas e interpretaciones acomodaticias del “derecho a la vida”, considerando que ambas partes, madre y feto, poseen los mismos derechos y la misma humanidad. Algo insostenible a la luz del razonamiento científico.
Al final de la jornada, por más leyes que se argumenten, este lio es religioso. Religión y ciencia nunca se han llevado bien; es una milenaria enemistad donde pelean entre si la lógica y los dogmas.
Entre el poder de la Iglesia, el fanatismo, la superstición, y la incapacidad supina de los legisladores para razonar con libertad, no es de extrañar que dentro de poco queden eliminadas las “ las tres causales”. La vida zoológica concebida en las circunstancias más viles, y criaturas deformadas que nunca alcanzaran la condición humana, triunfaran sobre unas mujeres que por querer abortar serán tachadas de criminales y condenadas al infierno.
Sin legisladores independientes, sin miedo, lógicos y razonables (de los que todavía tenemos pocos), que desde un laicismo necesario puedan legislar dudo que ese lio del aborto pueda resolverse en este subdesarrollo nuestro.