Pedernales siempre ha estado cerca de mi corazón ya que entre los 21 y 24 años de edad trabajé y viví en Cabo Rojo, próximo a ese pueblo y que por lo que en aquel entonces ocurría allí luego denominé “Macondo sobre el mar”. Con mi muy orgulloso título de economista de Wharton tuve que refugiarme en 1959 en la mina de la Alcoa como jefe de contabilidad hasta que terminara al régimen de Trujillo. Aprendí a manejar un carro subiendo la empinada cuesta que todavía da a Bahía de Águilas.
Esos terrenos pertenecían al Estado pero unos inescrupulosos reformistas, al darse cuenta del potencial turístico de la bahía, lograron que sus títulos salieran a nombre de la Reforma Agraria, cuando allí además de arena y mar solo hay cactus, guasábaras y cambrones. Si no hubiese sido porque Danilo Medina le hizo caso a la abogada Laura Acosta Lora, se hubiesen salido con la suya, pero, aun así, ninguno terminó preso. Habiéndose resuelto el fraude jurídico el presidente Medina, sin embargo, tardó en promover allí el turismo. El estudio de factibilidad y planificación que encargó a una firma canadiense se distribuyó en enero pasado en Europa en la feria de FITUR, pero no se divulgó localmente. El presidente Abinader recibe, pues, el proyecto en bandeja de plata.
La pandemia ha dejado sin recursos al presidente Luis Abinader para nuevas obras públicas, por lo que ha tenido que buscar proyectos de alianzas públicas-privadas y listos para ejecutarse, como es el caso de Pedernales-Cabo Rojo-Bahía de Águilas y también el de ampliar el muelle de Manzanillo (¿cuántos jeques árabes dijeron que lo harían?), cuyo estudio ha sido realizado a instancias del gobierno norteamericano, se dice que para así evitar que lo tomen los chinos.
Hay varias alternativas para ejecutar las alianzas público-privadas. Está el modelo que el Banco Central, a través de Infratur, utilizó para desarrollar a Puerto Plata a partir de 1971 donde, con recursos que tomó prestados al Banco Mundial, construyó el aeropuerto y, cuando el sector privado se mantenía todavía temeroso, también construyó el primer hotel. Ambos luego fueron concesionados, o vendidos. Otra alternativa es que el Estado aporte la tierra y la pista del aeropuerto actual de Cabo Rojo al capital de una nueva compañía y promotores pongan el resto, deviniendo el aeropuerto en una empresa mixta, pero administrada por el socio privado. Si, dadas las circunstancias de la pandemia, ese sector ahora siente temor en construir hoteles, el Estado podría también hacerlo, vendiéndolos luego de construidos al sector privado.
Mientras tanto los cruceros que hoy día llegan (llegaban) a la ciudad de Santo Domingo podrían seguir al puerto de Barahona, llevar a los turistas al lago Enriquillo, dar la vuelta por las islas de Alto Velo y Beata y desembarcar en una Bahía de Águilas, sin hoteles, antes de proseguir hacia Ocho Ríos, en la costa norte de Jamaica. Algún día tocarán los bellos lugares en la costa sureña de la península haitiana de Tiburón, como Isla de Vaca y Jacmel.
Los ecologistas citan, con toda razón, la fragilidad de Bahía de Águilas y la necesidad de que los hoteles se construyan en Cabo Rojo o más al sur, hacia Pedernales, pero que durante el día los turistas disfruten de las playas de Bahía de Águilas. Si Punta Cana-Bávaro-Macao constituye el punto más lejano de Haití en nuestro país, pero la industria de la construcción estimula que allí vivan tantos haitianos, habrá que pensar el imán que representaría el nuevo polo turístico con Anse-a-Pitre al otro lado de la frontera con Pedernales. Una zona franca binacional, tipo Grupo M-Codevi podría ayudar.