La visión difundida por las políticas culturales dominicanas de ideología ranciamente reaccionaria y eurocéntrica dominantes hasta ahora, propulsadas e impuestas desde el estado por la derecha ideológica dominicana más tradicionalista, han reproducido una visión del pasado dominicano partida en dos herencias casi absolutamente segregadas, dos procesos históricos admitidos como consecutivos pero artificialmente divorciados uno del otro por una operación y manejo (manipulación, habría que llamarlo, tal vez) mediante la que, en resumen de cuentas, se ha mirado la dominicanidad post-independencia, la dominicanidad de los siglos XIX a XXI, como si no tuviese nada que ver o estuviese totalmente desconectada de la dominicanidad pre-independencia o dominicanidad colonial, la dominicanidad forjada durante el colonialismo esclavista forjada por nuestros antepasados españoles, indígenas y africanos en un proceso que, no por estar plagado de conflicto social del tipo más grave, dejó de influir de una manera decisiva en la dominicanidad de largo plazo, la dominicanidad de cinco siglos, que los dominicanos de hoy no podemos dejar de asumir con una mirada integradora, libre de mitos ultra-simplificadores y libre de borraduras y de silenciamientos absolutamente indignantes de nuestros antepasados.
Esa mirada-interpretación, intelectualmente muy reaccionaria, en la que las generaciones y generaciones de antepasados de época colonial de los dominicanos de hoy son vistos como gente antigua desconectada de las presentes generaciones, nos privaba de reclamar y sentir, por decirlo así, no solo la herencia y conexión biológica-genética que hay entre tatara-tatara-abuelos, tatara-abuelos, bisabuelos, abuelos, nietos, padres e hijos, sino también de reclamar una mínima solidaridad y complicidad cultural y de memoria histórica con las generaciones coloniales de nuestros antepasados. Es una mirada que nos niega el derecho, y nos cercena la posibilidad, de sentirnos legítimamente vinculados a ellos, a sus creaciones y a sus luchas, como antepasados de un mismo pueblo-etnia que somos todos hoy en día.
Para limitarnos a una de las consecuencias más terribles que la mirada cortoplacista del pasado dominicano nos ha dejado hasta hoy, hay que señalar que al proponer una sola dominicanidad de un siglo y pico, una sola dominicanidad que solo habría existido desde 1844, esa mirada borra cualquier influencia cultural importante (y digna de ser recordada) de la contribución de nuestros antepasados coloniales españoles, indígenas y negros a la formación de la cultura que protagonizamos hoy como pueblo, y especialmente intenta borrar y excluir de nuestra memoria histórica la experiencia de tres siglos de esclavitud negra o esclavismo anti-negro que fue la columna vertebral legal y económica de la dominicanidad en sus primeros tres siglos de formación.
Es esa una mirada que nos lleva a ver a la población mayoritariamente negra y mulata y mestiza-“zamba” (formada por la mezcla de indígenas y negro-africanos) de antepasados de los tres siglos coloniales, y al sufrimiento e ignominia de esclavitud que tuvieron que experimentar y soportar de por vida, como algo que no nos toca, algo de lo que no nos ha llegado ninguna consecuencia, algo con lo que no tenemos que preocuparnos y que no nos atañe ni pertenece. Es una especie de genocidio étnico-histórico autoinducido, una especie de suicidio histórico-cultural, con el que nos lobotizamos culturalmente, eliminando la asunción activa de una memoria de tres siglos de experiencia social, cultural, económica y política que, como todas las experiencias, debería estar a nuestra disposición como un acervo en nuestras luchas y búsquedas por un futuro colectivo mejor. Y en el fondo es una mirada que beneficia a los grupos tradicionales dominantes porque a las mayorías ciudadanas dominadas nos priva de un recuerdo que precisamente podría inspirarnos en nuestros reclamos, sueños y aspiraciones razonables de hoy en día frente a las élites más enriquecidas y privilegiadas de los paisanos que dominan-gobiernan nuestra sociedad-patria.
Pues bien, y en conclusión, resulta que con este decreto el presidente Abinader le ha ordenado a los Ministerios de Educación y de Cultura y a la Comisión de Efemérides Patrias que a partir de ahora se tienen que involucrar activamente en promover el recuerdo público de Enriquillo y, por extensión, el pueblo indígena de tiempos coloniales del que era parte. Pero resulta también que el presidente Abinader ha sentado un precedente de incorporación de la memoria histórica colonial que no puede aplicarse selectivamente a unos antepasados sí y a otros no, porque de lo contrario estaría cayendo en un segregacionismo y exclusión absolutamente ilegítimo y antidemocrático y anti-moderno, en una sociedad-nación cuya constitución, desde la primera que tuvo, ha establecido que todos (y por tanto los legados culturales de nuestros antepasados de los que somos portadores), sin diferencias posibles, somos iguales en derecho y dignidad.
Esta tercera orden del presidente Abinader incluida en su Decreto 783-21 resulta particularmente impactante para la Comisión Permanente de Efemérides Patrias y su manera de incidir con sus recursos en la cultura pública dominicana, porque desde su creación hasta hoy, había estado al parecer en manos de la derecha-ultraderecha ideológica dominicana y porque parecía hasta ahora, independientemente del color partidario de los diversos gobiernos que hemos tenido, particularmente rígida y reacia a incorporar –en sus trabajos de conmemoración y formación de memoria histórica colectiva de los dominicanos– nada que fuera anterior a la declaración de independencia de 1844, vista como el comienzo de la única dominicanidad reconocida por ellos, la dominicanidad de siglo y pico de post-independencia, la única aceptada como posible productora de efemérides y por tanto la única merecedora de ser recordada.
Con esta visión y esta conducta, la Comisión se hacía cómplice militante del concepto de dominicanidad de corta duración y, por tanto, histórica y culturalmente mutilada (y empobrecida) que hemos mencionado antes. El decreto presidencial sin embargo, al poner la memoria y conmemoración de Enriquillo y los indígenas nativos nítidamente en la agenda obligatoria de la Comisión, rompe, por decirlo así, con la visión de cronología corta de la dominicanidad, y la reubica en lo que a nuestro entender es una visión mucho más integradora, porque la expande hasta los comienzos del proceso de colonialismo moderno fundacional, el que juntó de una manera traumática pero a la vez creativa y de hecho indisoluble, a ibéricos, indígenas y negro-africanos. En otras palabras, el decreto 783-21, incluye ahora la dominicanidad colonial íntegramente en la “jurisdicción” o misión de la Comisión, reconoce los tiempos coloniales o etapa colonial de la sociedad dominicana, y las generaciones de nuestros antepasados que vivieron durante esa larga etapa histórica, como efemérides o protagonistas de efemérides, y por lo tanto como sujetos dignos de ser oficialmente recordados. Y eso es otro aspecto del potencial avance en memoria histórica dominicana que estamos comentando.
Y como se ha indicado más arriba respecto a las otras órdenes contenidas en el decreto, esta dada a la Comisión Permanente de Efemérides Patrias implícitamente la democratiza, a la vez que democratiza retroactivamente el tratamiento oficial-estatal de nuestros antepasados indígenas, al incluirlos como sujetos de efemérides sobre las que la Comisión ahora podrá (y deberá) dar charlas, publicar libros y folletos y anuncios y afiches, y hacer dramatizaciones como las ha hecho para los acontecimientos y las generaciones post-1844 considerados memorables.
Claro está que, cuando se mira bien, lo que este decreto hace es sancionar con letra administrativa una inclusión del pasado dominicano anterior a 1844, y de las generaciones de antepasados nuestros que lo poblaron, en el concepto declarado y oficialmente definido de efemérides. Porque en la realidad práctica siempre el estado dominicano, o más exactamente las élites políticas y culturales de nuestros paisanos que han controlado el estado y que, con ese estado, nos han controlado a los demás dominicanos que somos “simples ciudadanos” de a pie, han celebrado públicamente unos elementos preferidos y selectos de nuestros antepasados coloniales, con una atención (y de paso, una asignación de recursos) casi exclusivamente dada a los antepasados hispánico-católicos-caucásicos y su legado histórico, tanto tangible como intangible.
Como todo el mundo (o casi) sabe, mientras esto se ha hecho, a nuestros los antepasados indígenas y, sobre todo, a los negro-africanos, se les dejaba en el olvido, silenciados bajo unas nociones que los definían como salvajes o selváticos que no tenían casi nada, o nada, en su haber cultural e histórico digno de ser recordado con respeto y aprecio públicamente. (Baste pensar, de nuevo, en la inversión de dinero público gigantesca hecha en la construcción del Faro dedicado a Cristóbal Colón, y en los cientos y cientos (¿o miles?) de millones dedicados al “remozamiento” y “acondicionamiento” de las edificaciones de la Zona Colonial de la Ciudad de Santo Domingo, definidos oficialmente como obra exclusiva de españoles y otros europeos, y como si el mérito solo cayera en los que los diseñaron y excluyera totalmente a los indígenas y negro-africanos que con su sudor y sus destrezas mental y manual los construyeron.)
En conclusión, que el decreto 783-21, entonces, abre una puerta hacia una democratización de la política cultural dominicana de contenido histórico, en el tratamiento de la memoria histórica de los dominicanos que puede y debe implementar el estado, estableciendo maneras más incluyentes de incorporar a nuestros antepasados diversos en esa memoria histórica. Pero a la vez el decreto, en su dedicación exclusiva a la reivindicación de la memoria histórica de los antepasados indígenas como Enriquillo, evidencia la enorme carencia y déficit que tiene la política cultural estatal dominicana al carecer de una iniciativa presidencial-gubernamental similar para incorporar también oficialmente el enorme y riquísimo legado histórico cultural, tangible e intangible, que hemos heredado de nuestros antepasados negro-africanos. Con el decreto, el presidente Abinader “resolvió” el tema de la inclusión del legado de nuestros antepasados indígenas, pero dejó fuera y sin “resolver” a los antepasados que más han influido demográfica y culturalmente en la identidad colectiva del pueblo dominicano tal y como existe hoy: esos antepasados negros.
En realidad, lo que el presidente Abinader debiera hacer, si quisiera renovar, democratizar y modernizar de una vez por todas la política cultural estatal en lo concerniente al tratamiento de nuestro legado histórico, es ordenar la producción y decreto (que no debería tomar más de seis meses en hacerse) de un plan general, globalizador y sistemático, “holístico” como se dice ahora, de atención, apoyo y promoción del diversísimo legado cultural dominicano, donde de una vez por todas todos los legados de nuestros antepasados mayoritarios, hispánicos, indígenas y negro-africanos sean incluidos, potenciados y protegidos por igual en la medida en que se puede medir con rigor su influencia en nuestra cultura dominicana actual. De hecho hay desde hace tiempo varios documentos circulando sobre el tema, bastante abarcadores y sabiamente conceptualizados, preparados por los gestores culturales, educadores y activistas que llevan años analizándolo y evaluándolo el tema de manera comprensiva y multilateral el Presidente y su equipo pudieran utilizar para confeccionar un plan general que meta la política cultural dominicana y su inclusión y respeto a la diversidad, por fin, en el siglo XXI.
Pero mientras el hacha va y viene, mientras se elabora ese posible plan-maestro de gestión del patrimonio cultural colectivo de los dominicanos, y mientras seguimos viviendo sempiternamente una situación de exclusión, silenciamiento, ocultamiento, (e implícitamente y en última instancia) de discriminación y menosprecio a nuestros antepasados negro-africanos, sus luchas y sus contribuciones, sería una gran cosa si el presidente Abinader quisiera y tomara la decisión de emitir otro decreto, muy parecido en sus lineamientos al decreto 783-21 que, incluso usando su mismo cuerpo textual general como modelo, dondequiera que este decreto dice “Enriquillo” diga “Antepasados Negro-Africanos” y donde se mencionen y asignen los funcionarios y personas más adecuados para los fines citados en el decreto.
Con algo tan sencillo de hacer, con un documento que no requeriría más de 15 minutos de redacción a partir del ya existente, el presidente Abinader podría inaugurar una nueva etapa, digna del siglo XXI, en la política estatal de memoria histórica dominicana. Y ante la conmemoración, este mismo mes, del quinto centenario de un acontecimiento de nuestro legado histórico afrodominicano tan significativo como lo es la primera rebelión negra antiesclavista de América, sería un gesto concreto y apropiado de una voluntad renovadora de corregir el silenciamiento y la invisibilización con que ese legado ha sido tratado por el estado dominicano, injustamente, hasta ahora.
La gran pregunta en todo esto es si el presidente Abinader puede concebir en su mente la necesidad social y cultural de emitir un segundo decreto como el que estamos describiendo, la necesidad de corregir esa carencia que provoca tantos sentimientos de frustración, decepción y, en el fondo, indignación cultural (y ciudadana) para muchísimos dominicanos que sentimos y valoramos intensamente la herencia y legado de nuestros antepasados negro-africanos.
¿Cómo podemos hacerle llegar esta preocupación y propuesta al presidente Abinader los dominicanos preocupados por la necesidad de respaldo oficial al legado de nuestros antepasados negros, si no es con planteamientos públicos como una columna de opinión en un periódico? ¿Cómo, si ninguno de nosotr@s, pongo por caso, por mucho que haya invertido incontables energías en promoverlo como hemos podido, no somos parientes de ningún Ministro del Gobierno que le pueda recordar persuasivamente el tema al Presidente?
Desde el sentimiento y la experiencia continuados de la exclusión estatal en el sentido ya descrito, las interrogantes que vienen a la imaginación son muchas. Uno hasta se pregunta si al presidente Abinader, y al grupo de los paisanos dirigentes del PRM que forman la cúspide del actual régimen, no les queda ya ningún recuerdo del modernismo cultural que el mismo José Francisco Peña Gómez representaba en este sentido, y que de una manera más definidamente intelectual representaron Hugo Tolentino Dipp y Tirso Mejía Ricart e Ivelisse Pratts de Pérez y que todavía representarían en vida, quisiera uno imaginar desde lejos, líderes-activistas como Carmen Ortiz Bosch. Y es que nos parece que bastaría una consideración seria de la perspectiva con que ellos contemplaban nuestra realidad de diversidad para inspirar la decisión de democratizar definitivamente ese aspecto crucial de nuestra sociedad.