El presidente Luis Abinader acaba de tomar una decisión de política cultural cargada simultáneamente de potencialidades esperanzadoras y de contradicciones tremendamente frustratorias y decepcionantes.  El presidente ha establecido con el Decreto 783-21 una clara iniciativa gubernamental para visibilizar al cacique Guarocuya o Enriquillo, personaje símbolo del legado de los antepasados aborígenes de los dominicanos. Mientras tanto, sigue manteniendo todavía un silencio prácticamente hermético, que sepamos, sobre el enorme legado de nuestros antepasados negro-africanos, contribuidores de una herencia étnico-racial evidente, presente y viva en todos los rincones y aspectos de la vida social dominicana, aunque desde hace décadas oficialmente desatendida, abandonada, marginada y ninguneada.

El contraste entre ambos gestos, o entre gesto y no-gesto, se hace más notorio al ocurrir en el mismo mes en que se conmemora un hecho especialmente significativo para quienes se interesan por la historia dominicana y de las naciones latinoamericanas como proceso de cinco siglos: la primera rebelión de negros esclavizados contra el sistema esclavista colonial de las Américas de la que nos queda un registro archivístico, protagonizada en diciembre de 1521 (y más exactamente durante los días de Navidad de ese año) por los esclavos de la plantación o ingenio de quien era la máxima autoridad política del imperio español en ese momento: el virrey-gobernador Diego Colón, figura señera de la memoria histórica pública dominicana, recordado casi a diario en el país como parte de la dinámica de la industria turística dominicana asociada a la Ciudad Colonial.

Se trata de una decisión presidencial que, en su positividad y en su carencia simultáneas, huele desde lejos a gran oportunidad gubernamental-administrativa perdida, y nos hace preguntarnos si todavía tras un año y medio ocupando el estado, no hay en el Gobierno Abinader, y especialmente en el círculo de relacionad@s y asesor@s cercan@s al Presidente, personas que puedan ayudar al mandatario a incorporarse a una concepción, una percepción y un tratamiento de la cultura histórica dominicana que –de una vez por todas, y superando un rancio reaccionarismo de siglos dominante todavía en pleno siglo XXI–  reconozca, acepte, valore, abrace y respalde nuestra riquísima diversidad étnico-cultural de una manera equitativa e incluyente que sea sistemática y coherente y, sobre todo, creíble y confiable para los dominicanos que llevamos toda una vida ansiando el logro de una auténtica democracia cultural a la altura de nuestros tiempos.

Intentemos analizar la decisión-gesto presidencial a la que nos referimos, considerando las potencialidades y las carencias mencionadas, y consideremos qué respuesta o “feedback” los ciudadanos dominicanos, tanto del país de origen como de su enorme diáspora, podemos darle al Presidente respecto a esto, como destinatarios últimos de las políticas culturales estatales que además creemos en el derecho al diálogo entre gobernantes y gobernados.

El Presidente acaba de ordenar por decreto (la manera más personal en que un presidente puede mostrar públicamente una voluntad gubernamental o de liderazgo sobre cualquier tema) tres cosas: 1) la erección de un mausoleo en honor a Enriquillo; 2) “la creación de una cátedra dedicada exclusivamente a la vida de Enriquillo” y obligatoria “en todas las escuelas públicas”; y 3) la conmemoración obligatoria del “Día de Enriquillo” de parte de los ministerios de Educación y Cultura y de la Comisión Permanente de Efemérides Patrias el día 27 de septiembre de cada año.

A todas luces son tres decisiones potencialmente de enorme calado o impacto cultural y educativo público (obviamente si se ejecutan, que es lo que se espera en un gobierno funcional)  y de gran interés político-administrativo por lo que tienen de conceptualmente concentradas y trabadas (en nuestra opinión) y por lo que reflejan de pretensión de efectividad y contundencia en el largo plazo, que es el objetivo que muchos pensamos deben buscar las políticas públicas culturales destinadas a superar el lastre y atraso histórico que ha padecido la cultura estatal dominicana hasta ahora mismo, dominada y secuestrada por un ultra-derechismo y reaccionarismo (que podemos sin exageraciones llamar trujillismo) culturales que, por su glorificación del legado cultural-racial europeocéntrico, desentonan ruidosamente con las innovaciones oxigenadoras-democratizadoras que se han ido abriendo paso en muchísimas naciones del mundo desde el siglo pasado en este aspecto.

Un monumento público físico, material como se suele decir hoy, sea en forma de mausoleo o en cualquier otra forma artístico-constructiva perdurable en un paisaje golpeado frecuentemente por huracanes, inundaciones y sismos, es sin duda una forma de visibilizar, expresar y resaltar la importancia colectiva de algo, y dedicar uno a la memoria de los antepasados taínos o aborígenes de los dominicanos es definitivamente una contribución a la persistencia de su recuerdo para la vista tanto de nacionales como de extranjeros.

Ya era tiempo de que un gobierno que se pretende “moderno” como el del PRM hubiera entendido la necesidad de construir símbolos públicos que corrijan la hipertrofia y el exceso unilateral e imperializante y de supremacismo europeo-blanco-céntrico que todavía satura y tiraniza visualmente el paisaje o escenario (especialmente el urbano) dominicanos, con lugares tan geográficamente céntricos e históricamente simbólicos como la Plaza o Parque Colón de la Ciudad Capital, con su despliegue de la figura del “descubridor”-“almirante” y negociante-explotador de pueblos elevada por encima de la de la líder nativa Anacaona en una concepción artística-cultural hoy totalmente desfasada y crecientemente ofensiva (e insultante) para los dominicanos cada vez más numerosos (sobre todo jóvenes) que no quieren tener que enfrentarse diariamente con monumentos que simplemente le niegan mediante la exclusión la dignidad a sus antepasados mayoritarios.

Algo muy similar, por cierto, a lo que pasa con la estatua de Colón y Anacaona en el Parque Colón, pasa a su manera con la bienintencionada pero igualmente excluyente macro-estatua del predicador liberacionista Antón de Montesinos, que exalta el indudable aporte que, desde una posición de ética política crítica y contestaria en la sociedad colonial dominicana y en el imperio español de su momento, hizo el fraile dominico al tema de los derechos humanos, pero que con su solitaria inmensidad física silencia por omisión, de una manera igualmente espectacular y palpable, el mérito fundamental de los caciques indígenas y los “capitanes” negro-africanos que, en vez de simplemente intentar convencer con la prédica a la élite colonizadora-esclavista dominante, social y políticamente sorda e ideológicamente contraria, intentaron oponerse y resistir la convicción-terquedad-unilateralidad-ceguera dominadoras de esa élite con la simple acción liberadora de la rebelión.

Establecer, por decisión del gobierno central de la nación, al menos un monumento público a la memoria taíno-indígena es, entonces, un paso conveniente y saludable de democratización y modernización cultural esperada como agua de mayo por muchos ciudadanos, y ya que se trata de un paso adelante, aunque parcial, opino que debemos abrazarlo, apropiarlo, defenderlo y potenciarlo como patrimonio de bien común que nos merecíamos desde hace tiempo no simplemente como donación magnificente de un gobierno particular de un partido particular, sino como un logro democrático nacional, tan de todos como el aire que respiramos y el sol que nos alumbra durante el día.

Pero, a mi juicio, más trascendentes aún que la orden de erección de un monumento a los antepasados indígenas representados por Enriquillo, son las otras dos órdenes presidenciales incluidas en el mismo decreto mencionado.

El establecimiento de una cátedra permanente (aunque esté todavía por definir, y su definición es importante porque determinará el alcance de su impacto) obligatoria en todas las escuelas dominicanas dedicada al estudio de la vida de Enriquillo, abre unas posibilidades pedagógicas enormes para esa democratización y modernización cultural a la que muchos aspiramos, porque crea un instrumento permanente, no removible por la decisión o la negligencia medalaganaria de maestros o administradores escolares todavía estancados en la visión e interpretación europeo-céntrica o blanco-céntrica o hispano-céntrica de nuestra historia y nuestro múltiple legado histórico-cultural.

El estudio de la vida de Enriquillo lleva consigo y exige, como operación intelectual y pedagógica básicas, el estudiar y entender el contexto étnico, social e histórico de Enriquillo, y por lo tanto la realidad antropológica de la población indígena de la que fue parte y uno de sus últimos practicantes (aunque parcialmente hispanizado, como sabemos) vivos, el drama histórico de unos pueblos que crearon formas de vida y de gobierno y de uso del medio ambiente y que intentaron resistir como pudieron el tremendo cataclismo que les cayó encima con la llegada-“descubrimiento”-conquista-contagio-dominación de los “colonizadores” europeos-españoles, inspirados predominantemente por unas mentalidades de superioridad humana, cultural y religiosa heredadas de una edad media de guerras étnicas en su país de origen.

Una cátedra permanente “impartida” en todas las escuelas públicas de República Dominicana, que para ser realidad tendrá que acompañarse inmediatamente de la preparación mínima de un número igual de maestros adecuadamente entrenados para impartirla con la visión culturalmente integradora, respetuosa, históricamente amplia y de perspectiva hemisférica que requiere, será, o deberá ser, una herramienta decisiva para ayudar a la juventud dominicana a generar una mirada y una percepción mucho más activa y sensible y empática hacia esos antepasados indígenas que tenemos, una mirada comprendedora de sus logros y sus luchas y por tanto, una mirada entendedora de las herencias históricas, tanto tangibles como intangibles que recibimos (y podemos redescubrir y re-incorporar) de ellos.  Podría ser una mirada por fin libre de todo el lastre ideológico que por siglos ha llevado a generaciones y generaciones de dominicanos a mirar esos antepasados a través de un lente de romanticismo- supremacismo racial y cultural caucásico-europeo-céntrico, que ha confundido sutilmente la capacidad de impacto (y destrucción) tecnológicos y militares de los vencedores con grado de dignidad y respetabilidad humana y colectiva supuestamente “civilizatoria”.

De nuevo, crear un espacio pedagógico permanente en nuestras escuelas públicas de todo el país dedicado a la sociedad y cultura indígenas que esté libre y autónomo de las preferencias docentes de maestros y profesores que hasta ahora hayan tratado el tema indígena como pasivo, secundario o mucho menos importante, y con criterios analíticos ya caducos (o que simplemente lo hayan reducido hasta convertirlo en una caricatura antropológica y humana), es un paso de progreso cultural importante, muy importante. Ahora hay que estar en guardia para que se empiece a ejecutar cuanto antes y no quede en letra simplemente muerta.

La otra orden renovadora contenida en el decreto presidencial 783-21 y que, si es obedecida e implementada por los funcionarios de la Administración Abinader, puede contribuir decisivamente también a la democratización y modernización de la política cultural estatal, haciéndola más incluyente de las diversidades reales del pueblo dominicano y su identidad colectiva, es la orden a los ministerios de Educación y de Cultura, y a la Comisión Permanente de Efemérides Patrias, para que conmemoren un “Día de Enriquillo” cada año (el 27 de septiembre), lo que implica obviamente la orden del diseño y programación de actividades públicas (respaldadas por el estado) de tipo educativo y cultural alrededor de la memoria histórica de Enriquillo y su vida y, por extensión, a la memoria histórica de los pueblos nativos de los que el cacique Guarocuya era parte, y a su herencia y rol en la cultura histórica dominicana.

Esta tercera orden presidencial, “a la chita callando” y “como quien no quiere la cosa”, a mi manera de ver, tiene unos posibles significado e impacto que definitivamente merecen comentario aparte, porque inaugura (o recupera después de un larguísimo olvido, que para el caso es comoquiera un cambio positivo) lo que yo denominaría la incorporación (o propuesta de incorporación, puesto que solo será real cuando se implemente) de la memoria histórica del pasado colonial dominicano en la visión de la compartida de la dominicanidad, o sea en el entendimiento de nuestro proceso de formación como pueblo con identidad o peculiaridad propia como una continuidad histórica de cinco siglos de generaciones sucesivas que, desde la primera que protagonizó los encuentros y confrontaciones del “primer contacto” de 1492 hasta hoy mismo, han ido dejando la acumulación de sus legados sucesivos de luchas y creaciones, que han terminado componiendo nuestra dominicanidad de hoy, con su enorme riqueza de perfiles raciales y expresiones culturales que nos hace únicos como pueblo del mundo.

Nunca antes, que sepamos, una orden presidencial en materia de política cultural nacional se había atrevido a oficializar y certificar esa realidad a voces que protagoniza el pueblo dominicano cotidianamente, la realidad de que nuestra cultura, la cultura que somos, es heredera de antepasados que vivieron durante cinco siglos, y que en un momento dado adquirieron deseo y conciencia de soberanía para crear una nación propia, y no simplemente un invento creado de la nada por la generación soberanista de los independentistas trinitarios de la primera mitad del siglo XIX.