Las noticias recientes sobre nuestro hermano país vecino parecen fantasmagóricas. Hasta hace poco se reportaba que violentas protestas pedían la renuncia del presidente haitiano, mientras por nuestro lado hemos “reforzado” nuestra frontera con 9,000 efectivos militares. Ambas situaciones llevan a pensar que no tenemos una visión compartida de las condiciones que serían favorables al desarrollo de ambas naciones. Esto así porque de ambos lados carecemos de un entendimiento correcto que sirva de aliento a la creatividad binacional.
De este lado muchos resienten la migración haitiana ilegal como el meollo del problema. Pero la barata mano de obra haitiana es vital para nuestros sectores agrícola y de construcción, amén de que Haiti es nuestro segundo socio comercial (al exportarle unos 800 millones de dólares por año). Aun así, cada día crece más la animadversión de amplios sectores de la población contra la masiva presencia de esos migrantes. Prevalece una percepción dicotómica del problema que enfatiza los aspectos negativos y soslaya los potenciales beneficios de una relación bilateral armónica. Resulta obvio que nuestra política de “laissez faire, laissez passer” no resulta una estrategia efectiva para prevenir los conflictos que incuba la actual situación.
Nuestra inepta postura hacia el desafío de la relación bilateral se debe esa pasividad. De parte de las autoridades no se nota una diligente gestión para lograr potenciar los beneficios citados. La única acción proactiva es la del manido reforzamiento militar de la frontera. La presencia militar se ofrece como un disuasivo efectivo porque infunde miedo a posibles represalias violentas para los que intentan ingresar ilegalmente al territorio nacional. Pero esa respuesta militar resulta aberrante y absurda. Los migrantes no son soldados que porten armas de fuego y amenacen la soberanía nacional. El trabajo de contención califica más bien como un asunto policial.
Gran parte de nosotros seguimos alimentando el mito de la “amenaza haitiana” para justificar una respuesta militar que se agiganta con el tiempo. Según reportes de prensa, “desde el 2015 hasta el 12 de noviembre de 2018, se han registrado al menos 15 incidentes que han provocado que la frontera haya sido reforzada por miles de militares en más de veinte ocasiones.” “…las autoridades han reforzado esa zona en más de ocho ocasiones en 2018…creando una fuerza de tarea dependiente del Ejercito Nacional denominada “Cerco Fronterizo”, cuya misión es reforzar los controles en la línea divisoria con Haití.” Ese cuerpo contaba con 6,000 efectivos, pero ya para septiembre del 2019 había llegado a 10,000. Para el 1 de noviembre, sin embargo, el Ministro de Defensa informó a la prensa que el total era de 9,000 efectivos. Esto no incluye el personal policial, de aduanas y de otras agencias que están llamadas a ejercer control.
De su lado, Haiti no cuenta con unas fuerzas armadas para apoyar la migración ilegal. Por su historial represivo, en 1994 el presidente Aristide abolió las fuerzas armadas. Ahora se han restablecido con el alegado propósito de “combatir el contrabando y reforzar la seguridad pública”, pero solo con unos 500 efectivos. (En agosto del 2019 se graduaron los primeros efectivos con un programa centrado en los derechos humanos, la protección civil y la equidad de género.) Debido a que el gasto militar representaría una tercera parte del exiguo presupuesto gubernamental, esa iniciativa concita severas críticas y se prefiere el reforzamiento de la policía, la cual cuenta con unos 15,000 agentes, menos de la mitad de los 37,000 nuestros.
Queda claro entonces que Haiti no representa un peligro militar para nuestro país. Tampoco sus incipientes fuerzas armadas tienen el propósito de ayudar a los migrantes ilegales a lograr su meta. En consecuencia, enviar 9,000 soldados dominicanos para “controlar” la frontera resulta, en el mejor de los casos, una exageración indescriptible. (Cada kilometro de los 391 de la frontera estaría vigilado por 23 soldados.) El mas reciente aumento de efectivos se justifica con la inestabilidad política en Haiti, pero esa inestabilidad nunca implicaría un posible ataque militar. Por el contrario, tanto la policía como las fuerzas armadas haitianas están ahora más ocupadas internamente enfrentando esa situación, al ya no contar con el contingente pacificador de las Naciones Unidas.
Nuestro aparataje militar fronterizo, en cambio, es bien costoso e irracional frente a los pírricos resultados y los otros impactos de la ineficiencia. Los mismos jefes militares reportan que se están repatriando unos 700 haitianos diariamente, lo cual significa que la vigilancia militar es porosa e inefectiva. La situación es todavía más desconcertante porque ascienden a más de 17,000 los partos de haitianas en el país anualmente y se alega que eso reporta un lucro para quienes propician su trasiego fronterizo. Un despacho internacional dice que los haitianos que viven en el país aumentaron un 12.4% en los últimos 5 años. ¿Se puede entonces alegar que nuestra vigilancia militar fronteriza es una respuesta correcta a la migración ilegal? ¿Compagina ella con la necesidad de desarrollo de la nación haitiana y nuestro interés nacional de que se logre ese desarrollo para así detener la migración ilegal?
Obviamente, la respuesta militar no está respondiendo al interés nacional. Tampoco puede alegarse que la construcción de un muro fronterizo detendría el flujo de ilegales porque ni el ultra vigilado Muro de Berlín detuvo las deserciones. El Comité Internacional de Solidaridad con Haiti ha propuesto reclamar a las Naciones Unidas y a la comunidad internacional una intervención salvadora. Pero ni siquiera el fatídico terremoto que cobró más de 300,000 vidas fue capaz de motivar esa ayuda. Países como Francia, España, Estados Unidos y Canadá proveen migajas de subsistencia que no responden a la magnitud del desafío desarrollista.
En consecuencia, nuestro país esta retado a buscar soluciones binacionales que no dependan de la caridad de los países ricos. Nuestro país debe buscar soluciones diligentemente en estrecha hermandad con el vecino. En tiempos recientes hubo una iniciativa empresarial que prometía alguna redención creando miles de empleos a lo largo de la frontera. Pero esa iniciativa se desvaneció cuando sus proponentes se enfrentaron a los múltiples obstáculos. Otras propuestas han languidecido por falta de un empuje de los gobiernos, aunque varias de ellas son muy prometedoras y todavía conservan vigencia. Cual luz al final del túnel, hace días se anunció que las autoridades discuten un proyecto de desarrollo integral con los chinos.
El problema parece ser que en ambos lados de la frontera nadie quiere echarse el bulto sobre los hombros. Por un temido costo político los mismos gobiernos no quieren aparecer ante sus respectivas poblaciones como negociadores de acuerdos mutuos. La alternativa entonces seria que la sociedad civil y/o las iglesias encaminen esfuerzos en pro de formular una estrategia de buena vecindad y desarrollo. De nuestra parte la iniciativa podría canalizarse por el Consejo Económico y Social, pero también podrían tomar un rol activo la Conferencia del Episcopado y el Consejo de Unidad Evangélica.
Lo obvio es que no debemos ni podemos seguir con la estrategia del “laissez faire, laissez passer” y la inefectiva respuesta militar. Seguir aullando por una intervención de la comunidad internacional tampoco representa un enfoque realista. La única manera de lograr esa ayuda es si los dos países damos muestras serias de que queremos resolver los problemas. Una participación de Noruega, un país que pago los US$250 millones que costó la MINUSTAH, debería considerarse como monitor altruista. Y no debemos temer a una iniciativa tripartita que involucre a China, en caso de que los demás países occidentales no obtemperen.