Leyendo el pasado lunes 3 de febrero un artículo del Señor Dagoberto Tejeda Ortiz en este mismo medio, llegan a mis recuerdos el carnaval vegano de mi niñez y adolescencia.

Él, gran investigador, sociólogo  y folclorista, no se limita a simples investigaciones históricas, sino que va más lejos documentándose y avalándose de investigadores locales de la ciudad de La Vega. Eso es ser un gran profesional del área y serio.

Soy vegana, pero nunca me he visto seducida por ir a ver el carnaval. No me “aloca” ese gran entusiasmo que ataca histéricamente a las personas por ir a verlo. Incluso,  creo que la publicidad ha ido tan lejos como decir que es el carnaval más importante de América, olvidando el de Río y otros más. Me parece que está muy bien el impulsarlo y sí, he ido cuando están los preparativos para el inicio del mismo. Antes de eso, las calles se vuelven un caos, por la instalación de  las tarimas, las cuales parece, pues no estoy segura, las llaman “cuevas”.

Eso sí, la competencia es grande de las firmas comerciales, sobre todo las licoreras. Ellas patrocinan  los vestuarios y máscaras, valorados en cientos de miles de pesos, porque no sé si llegan al millón. Las excursiones desde aquí, Santo Domingo y de otros puntos del país son promovidas con antelación y sus organizadores ofrecen de todo lo que les incluye el vivir esa experiencia.

No soy ni investigadora, ni folclorista, solo soy una espectadora pasiva y a distancia, pero lo que he visto, no me dice nada. En mi niñez, mi papá me llevaba al Parque Duarte que era el único punto de reunión de los “diablos cojuelos”. Yo les tenía terror, no por las máscaras, sino por los vejigazos que daban. Decían, no estoy segura, que las vejigas estaban hechas de gomas de tubo de carros, rellenas de piedras y forradas con un hermoso paño de tela, generalmente raso o charme.

Todo evoluciona, cambia. No sé cuándo vino el cambio de las máscaras, porque en mi tiempo, no eran así. Había variedad. Ahora todas son idénticas, es más, hasta las de Bonao son igualitas. La diferencia que veo es el color, los trajes por igual, varían en la combinación de los colores, pero los veo todos idénticos. Antes había menos ostentación, más creatividad y era una fiesta más popular y local. Ahora el dinero y el consumismo ha corroído el carnaval vegano. La competencia comercial y económica se tragó la espontaneidad y la sencillez.

Me alegro porque La Vega ha conseguido un espacio en el país, incluso como atractivo turístico en febrero, pero ¿qué pasa en los otros once meses del año?

De lo que sí estoy segura es que dejó de ser llamada “la culta y olímpica ciudad de La Vega”, para convertirse en “la ciudad del carnaval”.