Mucho me he detenido en los últimos días, quizás más de lo común, en aquella definición de “filosofía” que, en su libro que trata sobre aquello que debe hacerse (De Officiis), dio Cicerón unos 44 años antes de nuestra era.

En esa maravillosa obra, escrita más o menos con urgencia, y cuyo lugar parece ser el último en todo el corpus del filósofo y político romano, dice esto: “¿Qué es más deseable que la sabiduría? ¿Qué, más prestante; qué, mejor para el hombre? ¿Qué, más digno del hombre? Quienes investigan esto, son nombrados/as filósofos/as, y ninguna otra cosa es la filosofía, si quisieras interpretar, que el amor a la sabiduría.

Ahora bien: sabiduría es, como por los viejos filósofos se define, la ciencia de las cosas divinas y humanas, y de las causas por las cuales estas cosas son contenidas; quien vitupera su estudio, no entiendo, en verdad, qué sea lo que juzgue laudable.” (De Officiis, II, 2)

Está claro que la definición no es original de Cicerón. Él mismo habla de esos viejos filósofos que ya habían hablado de esas cosas y vivido según ellas. Y es que, ¿qué otra cosa puede tenerse sino amor a esas cosas que tienen que ver con los dioses y con los seres humanos? Está claro que, por mucho que de verdad podamos saber cosas y enterarnos de más o menos cómo es el mundo, está bien difícil afirmar que podamos en definitiva poseer un conocimiento cierto y seguro de esas cosas.

Pero ¿cuáles son las cosas divinas y humanas? ¿Por qué sólo podemos amar su conocimiento y no conocerlas real y definitivamente? Si no las definimos, ¿no caerían, dentro de este conjunto, absolutamente todas las cosas del universo, del mundo, del alma, de las ciudades, de las ballenas de Samaná y su largo y cíclico peregrinar, de la arquitectura, por poner solamente unos ejemplillos? Podemos ir zanjando la cuestión citando el resto de la frase de Cicerón: “¿Qué puede compararse con los estudios de aquellos que siempre buscan algo que mire y valga para vivir bien y dichosamente?”

La idea del bien está presente, y de un bien que está ligado con la vida, no un bien abstracto, no una rara idea de la bondad en los cielos y el firmamento, sino una vida humana buena, que valga la pena de ser vivida. Es decir: los/as filósofos/as parecen ser aquellos/as que se preguntan cómo han de vivir, que no se conforman con los hechos que ven, que se cuestionan si las cosas pueden ser mejores, que están permanentemente inquietos/as, acosados/as por la idea de que, a lo mejor, su vida sea un botarate.

Podemos ahora preguntarle a Cicerón, ¿por qué llamas a eso, por qué llamas a ese escrúpulo de una vida buena, “las cosas divinas y humanas”? Viejos filósofos (Sócrates y Platón, por ejemplo) ya habían hablado de esas cosas; se dieron cuenta que si la vida valía la pena de ser vivida era, por un lado, porque estaba constantemente sujeta a examen y, por otro, porque estaba dedicada, precisamente, al amor de aquello que le da sentido, es decir, al Bien, así, con mayúscula, y cuyo carácter es tan maravilloso y definitivo y tremendo y radical, que merecía el honor de ser considerado la mayor de las divinidades.

Me he detenido a pensar en esto, tan platónico, cicerónico, quimérico, porque los acontecimientos de los últimos tiempos me sugieren, me gritan, que no estamos para nada cerca de esta filosofía. Ella no consiste, pues, en erudiciones, citas y latinajos -aunque, claramente, tampoco estamos nada cerca de ellos-, sino en la constante pregunta por la autenticidad de la vida.

Y es que Cicerón escribió su De Officiis en un contexto tan horrible políticamente: Pompeyo y César habían sido asesinados y la República parecía perdida, pues Marco Antonio y Octavio estaban disputándose burdamente el poder. Esto representaba un fracaso político inmenso para Cicerón, quien había luchado por mantener la República y la democracia en Roma.

En este sentido, parece insensato e imprudente, una locura, una completa estupidez que Cicerón, al final de su vida y huyendo de su condena a muerte, escriba entre pueblo y pueblo este libro sobre los deberes de los políticos, y que sea precisamente la virtud lo que recomienda a esos insensatos para no convertirse en perversos viciosos, corruptos perseguidores de sus propias sombras en la riqueza y el placer, ¡y lo escribía él, que tan perfectamente conocía los tejes y manejes del senado romano y de la política toda!

No nos queda sino reclinar la cabeza, y agradecer a este grande que nos recuerda que sin el ejercicio de la virtud nada sirve, que si nuestra vida no está siempre dirigida al bien, la fama y el dinero, la casa en la playa y todo el poder del mundo, valen lo que una apéndice; y que ese bien, por otra parte, aunque consiste en la cosas de los dioses, como el amor, la justicia, la sabiduría y la prudencia, esas cosas son también las cosas de los seres humanos.