La muerte es la ruptura definitiva con la temporalidad. Si existimos en el tiempo, esta existencia se realiza entre los dos acontecimientos más solitarios de cada ser humano: el nacimiento y la muerte. Vivir es darle sentido a una aventura que solo lo adquiere en la medida en que se cuenta. Hoy sabemos que el relato definitivo nos permite darle unidad a los fragmentos de aquí y de allí, como bien dice La Maga en Rayuela a esas “cosas que me fueron pasando”; solo hoy es cuando figuramos la plenitud de una vida vivida en el tiempo y que se nos escapa en silencio. 

Una vida plena no solo pasa, sino que adquiere sentido y da sentido. Lo adquiere en cuanto que ha sido su norte, su definitiva voluntad radical, conquistarse a sí misma, de vivir para lo que cree debe vivir. No hay mayor plenitud que esta: saberse iluminado por un horizonte desde el cual todo adquiere sentido porque en nuestra firme convicción lo hemos colocado allí. Ciertamente, el peligro permanente es la ilusión, el autoengaño, la fantasmagoria de nuestras propias debilidades envueltas en virtudes. Allí es cuando la sospecha necesaria aflora y el amigo de jornada desvela su ser. Siempre he dicho que los verdaderos amigos no ocultan la verdad, la traslucen aunque duela.

La muerte no es un misterio para quien muere, sino para aquellos que viven la muerte del otro. Cuando la muerte sorprende, no hay mejor elogio que el silencio agradecido. Entonces ya es una liberación definitiva a las marcas de la temporalidad, a la fragilidad impuesta por nuestra finitud corporal. Digo corporal porque lo otro, lo inmaterial que somos, trasciende en la memoria de los demás o se convierte en lo indescifrable que se esparce o se diluye en las rendijas del tiempo y la luz.

La mejor forma de morir es hacerlo de pie, viajando allende los mares. Es triste la muerte en cama, dolorosa. Altiva la mirada y los pies en camino, como siempre, como todo un guerrero. La parca lo sabe: ella ama a los guerreros, por eso apresura su abrazo definitivo y callado.

Ciertamente, uno se muero solo; pero se muere uno en todos y todos en uno. Al morir se cede un espacio para la memoria. La indeterminación se apropia del lenguaje porque eso es su realidad definitiva: nada absoluta en lo inmanente no puede menos que ser indeterminada. Allí es cuando las cenizas pregonan el futuro, lo convocado eternamente a perdurar un instante en la memoria. Miente quien dice que la memoria es eterna, tal vez solo el olvido tenga esa marca.

Tras la muerte de un amigo, de un hermano elegido, sabemos que para todo acto de morir es buen tiempo. No se muere a destiempo, sino a tiempo. Las razones no la sabemos y no tenemos  por qué saberlas. Tan solo esperar nuestro tiempo, que ya vendrá…

(Gracias Martín, hermano, por enseñarnos a vivir alegremente y siempre en pie, silenciosamente sonriente).