Tal parece que la vida se creó para decir adiós en todas las lenguas, en todos los dialectos, en todas las culturas, en todos los burdeles, en todos los crematorios modernos. Yo me doy el lujo de decirte adiós desde las ferias golosas del Apocalipsis. Desde que nací no he tenido otro oficio, otra vagancia misteriosa, otra miseria crepuscular, otras dudas lúgubres, otras penas públicas. Otros gestos sin adjetivos. Solías caminar hacia el mar con las manos llenas de arena. Tú ejercías el oficio de una arqueología del despertar. Vislumbraba este decir: Muchos creen que he pisado el polvo de muchos caminos solitarios. No pude terminar con la antropología del dolor. No encontré las alas de un dios sin teología. Seguí los pies descalzos de un caminante errático. No fui tan renacentista como un mono inteligente. Aprendí a tocar la tierra húmeda, las guitarras sin cuerdas, las costas fraternas. Los pájaros sordos volvían en bandadas para saborear otro adiós. Faltan tambores sagrados en entrance, buscando unas manos negras. El orgullo tarda. Una pluma indígena todavía olía a sangre de siglos. Ondeó una bandera en busca de una lanza. Los museos se alimentaron de tu sabiduría libre. Los navíos de la traición se llevaban el cazabe hacia otro día utópico. Un pilón flotó sobre una espuma sin café. Un merengue vuelve a hundirse sobre el silencio de tantos adioses inútiles. Fuimos perdiendo el color, las nominaciones originarias. No nos importó ser desechables. Hubo dentelladas entre los arrecifes del progreso en pleno siglo XXI. Cañaverales inhóspitos. Una feligresía camaleónica ignora tus delirios. Sus lágrimas también celebran la solidaridad del adiós. Fueron tanta sucesiones culturales mundanas. Tú, al igual que algunos historiadores muertos, Hugo Tolentino y Franklin Franco, tenías alas para volar tan alto como los poetas: Pedro Mir o Manuel del Cabral o Franklin Mieses Burgos. Aunque faltan anticuerpos, la historia tiene sus metáforas. Tú que supiste saludar, jubiloso, las cimarronadas de Tomás Hernández Franco. Sin embargo, te seguías llamando Marcio Veloz Maggiolo. Nuestra época fue menos tediosa. Ahora soy un hombre digital. Tal vez ahora lleguen las generaciones que faltaron al desayuno escolar para dialogar con tu memoria. Ya ves, morir no sólo sirve para decir adiós en tu última novela. Fuiste El hombre del acordeón y nadie lo sabía. Ningún panegírico podrá denunciar tanta vocación de grandeza. Hasta la vista, maestro.