El  artículo de hoy se lo dedico a Yokasta, Francis, Ana y Juan. A Julio, Judith, Juliette y Julio César. A Elaine , Edward y al benjamín de la familia, Áxel.

Dios me regaló dos hermanas, hijas de mi mamá y mi papá. Nuestros hijos se han criado como hermanos. El cariño que se tienen es inmenso y sus hijos se están criando de igual forma que ellos crecieron.

Pero la vida me regaló otra hermana, con la que conviví cerca de cuarenta años, Marcia Margarita, la tía de mis hijos. Se nos fue hace tres años. Marcia fue un ángel aquí en la tierra. No ha pasado un solo día en que no la recuerde. Son de esas muertes inexplicables. Cada día, pero cada día la extraño más y lloro su ausencia. Cuando  yo tenía un problema a ella acudía. Cuando ella se sentía preocupada o angustiada me llamaba.

Las personas como ella no tienen lechos largos, porque no tienen el derecho a sufrir. Solo bastó una semana para que nos dejara.

Desde que la internaron yo me quedé todo el tiempo en una salita acompañando a sus hijos  y familiares cercanos. Solo me ausenté el domingo, porque mi hijo me veía tan atribulada que me dijo -vamos a dar una vuelta-. Tomamos la carretera hacia San Francisco y allí fuimos al estadio. Pero yo no estaba ahí, estaba mi cuerpo,  no mi corazón ni mis pensamientos.

El jueves anterior, a los dos días de estar en cuidados intensivos, llegué temprano. Sus hijos me preguntaron si la quería ver pues el médico había dado permiso para que ellos entraran, así como a mí. Cuando le toqué las piernas estaban como témpanos de hielo. Yo le hablaba lentamente, pero no creo que me escuchara.

El martes siguiente, sus hijos me preguntaron nuevamente si quería verla. Entré, me puse a hablarle, casi susurraba. Le decía que  sus hijos, mis hijos y yo la necesitábamos, que no nos podía dejar. Toqué sus piernas y estaban calientes. Sus ojos parpadearon, supe que me escuchaba. Luego de mí entraron sus hijos y le dijeron que ella podía estar tranquila porque nunca dejarían sola a su hermana menor. Los mayores estaban casados. Se le dispararon todos los equipos y luego de unos instantes, expiró.

Marcia tenía un buen pasar, como dirían en Chile, pero no era raro verla barrer y limpiar el polvo de los bancos en el Convento de los Dominicos o recogiendo la ofrenda. Tenía una gran fe, incluso, cuando yo me desesperaba y decía que ya ni quería rezar, ella me decía que la mamá de San Agustín nunca se dejó vencer, que nunca debía dejar la oración.

Todas las Navidades y Año Nuevo nosotros nos la pasábamos con ellos, era el mejor lugar para estar en familia. Incluso, mis hijos continúan celebrando con sus primos  esas fiestas.

Sus tres hijos, Yokasta, Julio y Elaine son verdaderos hermanos de mis hijos y los hijos de ellos, son mis nietos que junto con los míos forman una verdadera tribu.

Creo que tanto su mamá como su papá, se sentirán orgullosos desde el cielo, porque no he conocido unos muchachos tan buenos, tan nobles y amorosos como ellos. También la hermandad y unión que tienen.

Hace un año, cuando Ana Francina, la nieta mayor hizo su Primera Comunión, había un refrigerio en la Iglesia del Carmen, pero no me sentía muy bien y quise regresar a la casa.  Los hijos querían traerme, pero yo pedí un taxi y Francis el esposo de Yoka me acompañó hasta que estuve montada, pero en lo que llegaba me dijo que hacía apenas dos meses, luego de tantos años de casado, fue que supo que yo no era la hermana de Marcia, sino el padre de mis hijos. Así era nuestra relación.

Este jueves en que vino Julio, su hijo a visitarme, encontró que yo tenía un pequeño problema y al instante dio instrucciones para que me lo resolvieran. Tan pronto se fue, me puse a llorar, porque vi en el él la continuación de sus padres que siempre fueron un soporte para mí.