Hubo este lunes dos manifestaciones en esta capital. Una frente al Palacio Nacional y otra frente al edificio de la Suprema Corte de Justicia. Pero ninguna de las dos debió ser. Frente a la sede del gobierno hay montado un campamento que exige a voz en grito la aprobación de las tres causales que permitirían la interrupción del embarazo en el nuevo código penal. Leyó usted bien, mujeres exigiendo que se preserve su vida en caso de padecer un embarazo no viable. Mujeres pidiendo que, si son víctimas de una violación, no sean también obligadas a traer al mundo un producto de el momento más horroroso de sus vidas. Mujeres reclamando que, en caso de incesto, muchas veces resultado de abusos intrafamiliares, puedan decidir no llevar a término un embarazo no deseado por nadie.
¡Que escándalo! Las mujeres protestan por que se les respete su dignidad humana, como en la inmensa mayoría del resto del mundo. Cuatro son los países del continente que nos acompañan en la deshonra de contener en su regulación esta aberrante restricción de del derecho fundamental de la mujer a decidir que comenzó a quedar desfasada en el siglo XX y que en la segunda década del siglo XXI somos todavía incapaces de cambiar. ¿Por qué? Por la obstinadísima insistencia de una minoría muy sonora que dice querer un país mejor, pero se resiste a absolutamente todo cambio en el statu quo con el único fin de permanecer relevante ante la opinión pública. El papel de los grupos religiosos ha sido también vergonzoso. La imposición de valores doctrinales, que pertenecen a la más privada e individual de las esferas de la vida de una persona es un punto superado en la historia de la civilización occidental del que la República Dominicana parece no querer salir jamás.
Esta manifestación no debió ser porque hace ya no años, sino décadas que los derechos fundamentales de las mujeres no son punto de debate en el mundo. Es bochornoso para la nación que en 2021 se haga necesario reclamar algo así. La aprobación de las tres causales no obligaría a nadie a terminar su embarazo, sino que daría la opción a aquellas que así lo deseen de hacerlo de forma segura y legal. Nadie censurará a quien desde la iglesia o el hogar recomienden a la embarazada llevar a término su embarazo, pero será ella quien decida que hacer como objeto activo de derecho y no como herramienta de reproducción forzada. En un estado laico y de derecho como pretendemos ser, la falsa disyuntiva entre moral religiosa y derechos humanos no cabe y debería ser una vergüenza para el ciudadano con sentido común que vivamos en este atraso que ha costado el futuro a miles de mujeres y les sigue truncando oportunidades a miles más.
Frente al edificio de la Suprema Corte de Justicia, el grito era otro. El caso de Leonardo Faña, funcionario acusado de abusar sexualmente de una de sus empleadas es de todo el país conocido. En el juzgado se determinaba hoy la medida de coerción a imponérsele para seguir su proceso judicial. Todo normal, de no ser por la manifestación de decenas de personas que reclamaban la libertad pura y simple del señalado exfuncionario porque estaba preso «por decir la verdad». Así mismo, circuló un video en el que una mujer defendía al acusado porque es agricultor y «los agricultores no tienen ese tigueraje», además claro, de señalar en sus propias palabras que ella es una mujer atractiva y él nunca había intentado violarla. Estas no son más que muestras de una realidad latente en nuestro país. El machismo está tan arraigado que encuentra fervientes defensoras involuntarias dentro del género femenino.
Independientemente de su desenlace, en manos de la justicia, el caso ha avivado un debate que lo trasciende en las calles y son mayoría quienes consideran que, si una mujer accede a compartir una cena con un hombre, que además es su superior, es porque accede a todo lo que este pudiera proponerle. Se culpabiliza a la mujer por como vestía, donde andaba, con quién, a qué horas, pero no se habla del agresor, que se asume como una variante inamovible que siempre estará allí y atacará a la que «se le ofrezca». En pleno siglo XXI en el país seguimos culpabilizando a la mujer víctima antes que al hombre abusador. Son más que evidentes los motivos por los cuales esta manifestación no debió ser, pero figura aquí porque representa lo poco que hemos avanzado en la protección de las mujeres víctimas de abusos.
La mujer dominicana, que carga en sus hombros a un país donde el 40% de los hogares son monoparentales y el 73% de estos son dirigidos por mujeres, es constantemente relegada por nuestra sociedad machista a un papel secundario. Todo a pesar de ser ellas quienes más asisten a la educación superior y las que más y mejor se gradúan de esta. La cultura las ata al hogar, la ley no las protege de abusos y no se le reconocen derechos tan fundamentales como la completa autonomía de decisión sobre sus propios cuerpos. No por nada hasta este mismo año era legal que una niña se casara, mecanismo utilizado para legitimar abusos contra menores en toda la geografía nacional.
El país cambia, a paso de tortuga, o eso es lo que parece demostrar la manifestación frente al Palacio Nacional, que ha contado con un amplio respaldo de algunos sectores de la sociedad civil. Pero también hay manifestaciones de lo más rancio de la idiosincrasia nacional que hacen a un dudar de en que dirección avanzamos. La libertad de las mujeres choca con la imposición sectaria de valores por parte de grupos que se creen dueños de sus cuerpos. Está claro que estamos en un punto de quiebre, hay un país que se duerme y otro que despierta. ¿Cuál es cuál? Del ciudadano depende.