Un exministro británico, Chris Huhne,  hasta hace poco potencial líder de los liberales-demócratas, fue sentenciado a ocho meses de cárcel, junto a su esposa, una economista de 60 años, igual que él, por algo por lo que aquí, en República Dominicana, se le hubiera premiado y desagraviado. Su falta consistió en haber negado una infracción de tránsito ocurrida nueve años atrás, en el 2003. Según informara la prensa inglesa, su cónyuge fue acusada de haberle ayudado a mentir, es decir a ocultar la infracción. Ambos fueron ya encarcelados.

El líder conservador y primer ministro David Camerón, amigo de muchos años de Huhne, dijo: “ (La condena) es un aviso de que nadie, por alta que sea su posición o poderoso que sea, puede escapar al sistema de Justicia”. Cuando leo estas cosas me dan ganas de llorar por el país en que nací y he vivido toda mi vida.

Creer que una figura pública de renombre sea llevado a los tribunales por grande que sea el delito, es una fantasía propia de ilusos incorregibles. Hemos visto y escuchado a diario en los medios de comunicación denuncias graves de corrupción, violaciones a las leyes y la Constitución, fácilmente comprobables por los organismos de justicia, que se pierden en el olvido o en los archivos de las fiscalías. Nada en esos ambientes, por grande que sea o parezca, se considera aquí delito o falta con méritos para ser siquiera investigado.

Las funciones públicas, en el Gobierno, como en el Congreso y otras fuentes de poder político en este país, más que una oportunidad de servicio a la nación, representan seguros de inmunidad y de total protección, contra toda forma de pillaje y latrocinio. En cualquier otro país, un porcentaje mínimo de esas denuncias bastarían para sacudir las estructuras estatales y provocar cambios profundos, juicios de fondo y sentencias ejemplares. Pero hay que estar loco y de remate para pretender que algo así suceda.