Por mucho que irriten ciertos hábitos en la esfera política en el ejercicio del poder, y me confieso un crítico de esos ambientes, lo cierto es que en sentido general esa clase tan denostada ha hecho su papel en la vida democrática del país y es posible encontrar en ella más tolerancia  y vocación de consenso que en algunas escenas privadas.

Aún reconociendo la necesidad de achicar el Gobierno, esa reducción de roles no implica ni debe conducir a una eliminación de la presencia de los partidos y el liderazgo político en las grandes decisiones nacionales. Con todo y lo que se le pueda criticar a la acción del gobierno, genéricamente hablando, intentar que los intereses económicos controlen la vida política del país y pauten las decisiones que afectan directa e indirectamente al resto de la sociedad implicaría un retroceso en la vida institucional. Ambos tienen papeles importantes que desempeñar.

Actuar  contra el mercado en una sociedad que se precia de sus valores democráticos y que enarbola la libertad individual como esencial, es un error que tercamente cometemos como nación. Pero declinar el papel regulador del Estado y dejar  que otras fuerzas, muchas veces oscuras, que se mueven a su alrededor dicten sus pautas, sería una equivocación todavía mayor. Equivaldría a dejar a los más indefensos a merced de los más fuertes y hacer de la República un coto de los más hábiles y tramposos.

No hay porque irse a los extremos. Así como nada bueno tiene un Estado hipertrofiado, poco recomendable sería dejar al país en manos de intereses económicos que sólo persigan sus propios objetivos, los que casi nunca coinciden con las expectativas de las masas de población y mucho menos con las grandes y verdaderas prioridades. Muchos dirán que  necesitaríamos más capacidad gerencial en el Gobierno. Pero ello no significa que dejemos totalmente el Gobierno a merced  de aquellos que no hacen vida partidista.