En una reciente entrevista, el filósofo Enrique Dussel ha retomado el problema de la emergencia de los grupos fundamentalistas cristianos en América Latina y su incidencia en el derrotero de los procesos políticos del continente.
Distintos estudios de opinión, como el realizado por Latinobarómetro sobre el estado de la religión en Chile y Latinoamérica entre 1995 y 2017, muestran un descenso de la adhesión al catolicismo y un ascenso de la adherencia a otras corrientes del cristianismo, a las que se les suele agrupar bajo el ambiguo término de "protestantismoʺ.
El problema no es el ascenso del protestantismo «per se», sino un tipo de religiosidad protestante que emerge en nuestro continente: fundamentalista.
El fundamentalismo protestante se apoya en una interpretación literal y dogmática de la Biblia que declara como falsas todas las demás posibles interpretaciones. Según esta perspectiva, todos los relatos que conforman el libro sagrado de la Cristiandad deben ser leídos como libros históricos y, al mismo tiempo, como un código moral absoluto, interpretado sin tomar en cuenta las situaciones culturales ni el desarrollo histórico de las mentalidades.
El fundamentalismo protestante es una forma de espiritualidad primitiva, cuasi medieval, una religiosidad del miedo.
Y además, tiende a asociarse con movimientos políticos que comparten la misma vocación dogmática, excluyente y totalitaria.
El fundamentalismo protestante se alimenta en América Latina del proceso de refeudalización señalado por la filósofa Ágnes Heller. Según la autora, un grupo político accede al poder del Estado y desde allí se convierte en una corporación que subordina el resto de los grupos de la sociedad a sus intereses.
Como el proceso de refeudalización se apoya en un modelo económico excluyente para la mayoría de los segmentos poblacionales, se generan inmensos nichos de pobreza y aislamiento social. En este contexto, los movimientos fundamentalistas proporcionan a los grupos excluidos el apoyo y el necesario sentimiento de pertenencia.
No es de extrañar que una vez acogidos, los sectores poblacionales referidos se conviertan en un ejército enajenado que sirve de base popular para el ascenso de líderes demagogos, primitivos, ambiciosos y autoritarios, sin pruritos para fomentar discursos y prácticas violentas.
Así, desde el ʺculto de la Bibliaʺ, se promueve la espada contra los extranjeros, contra los pobres, contra las poblaciones vulnerables, contra quienes piensan distinto. En el nombre del "Señor del amorʺ, se disemina el odio y el terror.