Yo era un niño de seis años cuando sucedió lo sucedido. El pueblito donde entonces vivía, junto a padre, madre y hermanas, era una sección rural de la provincia San Cristóbal, al norte de la capital de la República.
La noticia de lo ocurrido había llegado en forma todavía confusa a media tarde del jueves 1° de junio.
Rostros compungidos, lágrimas de tristeza o a caso de alegría; nadie quería hablar del asunto en voz alta. Recuerdo haber caminado junto a madre y un grupo de angustiadas vecinas en dirección al destacamento de la policía, en donde se buscaba verificar mediante observación a distancia la veracidad o no de lo que se anunciaba, con más temor cuanto más dudas: La bandera nacional estaba a medio palo!
El día anterior había transcurrido con absoluta normalidad. Yo había asistido durante toda la mañana a mi clase de primer grado en la escuelita rural del pueblo. Era una pobre edificación tipo barraca con estructuras, paredes y pisos de madera bajo una cubierta de zinc acanalado.
Desde la distancia de 50 años me veo a mi mismo sentado en un pupitre compartido, mirando a mis compañeritos de aula impecablemente uniformados de caqui, atados al cuello con su corbatita negra y tocados con aquel gracioso gorrito tipo militar. Antes de comenzar las clases nos ponían en estricta formación para el canto a la patria y luego hacíamos lo mismo para recibir una ración del desayuno escolar.
Hasta ayer éramos solo eso, igual que lo fueron nuestros padres desde 30 años antes, carne y hueso para el molino de la dictadura. Formados y deformados bajo el dogma de la tiranía, sometidos o persuadidos bajo el discurso del miedo, estábamos condenados al ostracismo espiritual, la derrota inexorable del alma, la incineración de los sentidos en el fuego del oprobio.
A penas ayer pudimos quedar a salvo!
Yo no podía saber para entonces el significado de lo que había acontecido, pero después lo supe todo. Cada letra del abecedario infame. Cada número de la cuenta macabra. Cada estación de la caravana al infierno. Cada huella del martirio de nuestras heroínas y héroes en su camino a la gloria.
Hoy estamos muy ocupados tratando de reconstruir el futuro. Pero tenemos tiempo para repasar en la memoria un mal tiempo que ya quisiéramos olvidar.
Si así fuera, cuando ya no recordemos nada de lo sucedido, y ni siquiera sea necesario recordarlo, tendremos allí, en la calle Nouel 210, el Museo Memorial de la Resistencia.
En la ruta hacia el Bicentenario de la República habremos de hacer una parada obligada en aquel lugar, con nuestros hijos y nietos, para recordar todo lo que no queremos ser y renovar los votos con el futuro luminoso de la patria deseada.