Apátrida es una palabra culta, “multiuso” y estratégica. Según el uso, suele llevar consigo una considerable carga de desdén, negación u orgullo, pero siempre hay en ella carencia y dolor. O bien la usamos para insultar y denigrar al otro (“fulano es un apátrida”), o nos negamos a usarla para describir la condición del otro, del extranjero ilegal, del sujeto excluido (“aquí no hay apátridas”), o nos definimos ideológica y políticamente por ella (“yo no tengo patria, soy un apátrida”).
Un popular periodista radial del patio llamó una vez “apátrida” a Juan Luis Guerra, queriendo con ello llamarle antipatriota, vendepatria. Los motivos eran tan banales que no merecen comentario alguno. Juan Luis no podría ser un “ápatris” ni aunque lo quisiera: ha hecho más que cualquier otro por este país y por eso que llamamos con inflado orgullo la dominicanidad, y nadie ha llegado tan lejos para colocarnos en la escena musical global. Pero si lo fuera, sería un “ápatris” bien raro: compone y canta himnos a la patria que los fanáticos deportivos escuchan de pie y cantan en las pausas de los juegos de pelota en los estadios, con un respeto y una solemnidad como si se tratara del mismísimo himno nacional.
La figura universal del apátrida a menudo se asocia a la del cosmopolita. Ambas figuras son afines, pero también distintas. A diferencia del apátrida, el cosmopolita tiene una patria: el mundo. No tiene una patria en particular: todas las patrias son suyas, todas y ninguna, pues el universo entero es su patria. Por lo regular, tiene ciudadanía y es nacional de algún país, de algún Estado, aunque se sienta (y se piense) ciudadano del mundo. Alejandro Magno fue el primer gran cosmopolita de la antigüedad. Macedonio de origen, en su visión de una “política de fusión” no había Occidente ni Oriente, sino un solo mundo habitado y por habitar, extenso y diverso, que debía resultar del encuentro y la síntesis de lo mejor de ambos mundos, bajo la égida de Macedonia: una ecúmene, tierra habitada.
La apatridia va más allá de aquello que la define como tal: la carencia de nacionalidad legal en sentido estricto. No hay una forma única y exclusiva de ella. Se puede ser apátrida de diversos modos y por motivos distintos: por exclusión, por accidente, por convicción o elección. Hay apátridas por privación y despojo, los hay por obligación y necesidad (los que tienen que renunciar a una nacionalidad para adquirir otra), y los hay también de corazón y alma, al modo sentimental. Hay quien se siente apátrida aun teniendo una nacionalidad o varias nacionalidades, hablando una o varias lenguas, perteneciendo a una o varias culturas, armado con todas las de la ley, con ciudadanía y pasaporte al día, y ello así por falta de identificación o sentido de pertenencia a un Estado-nación particular. Es el apátrida por vocación, en la frontera con el cosmopolita. Pero también se puede ser apátrida pese a haber nacido en un país y sentirse íntimamente ligado a él por un vínculo afectivo y cultural, si bien excluido por la constitución de un Estado que no reconoce tal vínculo como jurídicamente válido. Es el caso de los dominicanos de ascendencia haitiana. Los descendientes de inmigrantes haitianos indocumentados nacidos y criados en el país se sienten dominicanos, y lo son como el que más, aunque la sentencia de un tribunal constitucional los convierta en apátridas.
La patria no sólo es el territorio donde se nace y se crece, sino también la lengua madre, el idioma materno que se balbucea y se mama desde niño. La patria es el espacio de origen y el tiempo de la infancia, el espacio y el tiempo de los primeros recuerdos, de la memoria primera.
A favor de las patrias y las lenguas, y del sentimiento patrio, hay que admitir que lo mejor de la cultura europea, por ejemplo, se forjó a partir de autores nacionales, sobre todo en la época de las literaturas vernáculas (un Dante, un Goethe, un Chateaubriand). Pero de igual modo también es preciso reconocer que buena parte de la cultura contemporánea revela el estatuto extraterritorial del creador, esta conciencia apátrida y errante del autor y su obra. La creación artística y estética expresa mejor que nada el desarraigo verbal y existencial del hombre moderno.
La inmensa mayoría de apátridas es gente anónima. Justo al lado de esa muchedumbre dispersa y variopinta, gozando de una nombradía de la que carecen los demás, hay una minoría de figuras que también han sido víctimas de las políticas de la historia, las circunstancias históricas o la lógica de la exclusión. Son los otros sin patria. Y a ellos les debemos gran parte de lo mejor de la ciencia, el pensamiento, el arte y la literatura de nuestro tiempo.
La nómina de apátridas célebres es extensa y sería prolijo repasarla. Me limitaré a mencionar sólo algunos nombres. Albert Einstein, físico alemán de origen judío, renunció en 1896 a la nacionalidad alemana y permaneció apátrida hasta 1901, cuando adquirió la ciudadanía suiza. Gustav Mahler, compositor y director de orquesta austríaco nacido en Bohemia, era apátrida por triple condición. Hannah Arendt, filósofa, perdió la nacionalidad alemana tras huir de los nazis en 1933 y permaneció apátrida durante dieciséis años. Stephen Zweig, escritor judío-austríaco, se convirtió en apátrida tras verse obligado a huir de su Austria natal, en 1934. Aleksander Solzhenitsyn, escritor ruso, Premio Nobel de Literatura, fue despojado de su ciudadanía por el gobierno soviético en 1974. Mstislav Rostropovich, legendario violonchelista, fue privado de su nacionalidad soviética en 1978 por haber apoyado a Solzhenitsyn. Milan Kundera, escritor checo nacionalizado francés, fue despojado de su nacionalidad por el gobierno checoslovaco en 1975, tras emigrar a Francia. E.M. Cioran, filósofo francés de origen rumano, se tenía a sí mismo por apátrida, condición que estimaba preferible para todo intelectual.
Si en este mundo terrible aún queda algo de hermoso y sublime es precisamente gracias a esos apátridas. Ellos nos han legado un mundo mejor al que encontraron.
Drama de un profundo desarraigo, huella de una amarga desgarradura, la apatridia expresa el lacerante dolor del ser en su relación con la historia y el lenguaje. No se puede concebir la modernidad ni la posmodernidad sin considerar la condición apátrida de algunos de sus mayores creadores y artífices. Y, sin embargo, aun siendo figuras capitales de nuestro tiempo, los sin patria más célebres jamás podrían redimir a los millones de apátridas de todo el mundo sin identidad, sin fortuna, sin nombre y sin obra.
