La palabra candidato viene del latín “candidatus”, y es la persona que pretende alguna dignidad, honor o cargo; y que, en el caso del Imperio Romano, era propuesta sin que lo solicitara. Su raíz lingüística es “Candidus” que, aunque usted no lo crea, quiere decir blanco, de color de nieve o leche, sencillo, sin ninguna malicia o doblez. Las dos palabras se unían en la figura del que aspiraba al cargo, porque en la Roma antigua el candidato se vestía de blanco, y el prestigio atrayente de su imagen era la albura, la distancia que ponía su vestimenta celeste de la ambición y el engaño, la candidez incontenible con la que sus virtudes atraían el voto de los demás y la admiración de todos. Ser candidato era como flotar sostenido del atributo propio, en la proclama más inocente que existía del narcisismo virginal. Era como si la candidatura llegara de fuera, y deslumbrada por el esplendor de sus valores se posara en el brillo personal del elegido.
Todos sabemos que no es así, y hoy como ayer en Roma, la conveniencia sin ningún miramiento ético deja fuera toda posibilidad de juzgar de acuerdo con una escala de valores, porque los candidatos de ahora son fieras vitrificadas, dando vueltas en una refracción verbal completamente alejada de su antigua autenticidad, que ha desaparecido como un hermoso y falso sueño. El único espacio en el que sobrevive esa candidez primitiva que lleva en su seno la palabra candidato, es en las diversas lecturas que se pueden hacer de las fotografías que inundan la ciudad de Santo Domingo. Un candidato retratado, a pesar de la elipsis del lenguaje articulado, es una propuesta que se arma de un clima físico para impactar en el observador. Descansa en una pose, en una ensoñación, en un estremecimiento que su efigie quiere dar a leer. No hay nada más mentiroso que la fotografía de un candidato. Los signos de ese rostro dejan filtrar la seguridad que irradia, respetabilidad que fluye de una mirada lejana y próxima, que envuelve la aguda certeza de una reflexión y una acción ( en la foto Danilo Medina eleva una mirada hacia el cielo, la luz sobrenatural que lo aspira se desrisca por un horizonte que el hombre común no puede alcanzar. Es lo más próximo a un falso Dios).
Esa foto de Danilo Medina repetida en toda la ciudad hasta el cansancio es una agresión. Y no únicamente porque es manifestación concreta del abuso de poder que significa usar los fondos públicos sin ningún miramiento, o porque sea una desigualdad manifiesta de la más desequilibrada elecciones dominicanas después de la muerte de Trujillo; sino porque ya no nos dejan espacio ni para respirar. Aunque Danilo Medina se crea un arcángel de la montaña, humano y propietario del don divino, yo tengo el derecho ciudadano de hastiarme de la manipulación descarada que ejerce contra el país. Y lo hago aquí como ciudadano y como candidato. Las apelaciones simbólicas de la ciudad se han llenado con caras de candidatos que están un poco más acá de la caricatura, pero un poco más allá de la intimidación que usurpa el espacio ciudadano al que todos tenemos derecho, sin que nos aniquilen las clarificadas, magnificadas imágenes de nuestros “Cándidos” candidatos.
En términos de espectáculo, lo que ocurre en las elecciones dominicanas únicamente es posible en un país que sea apenas un simulacro de Nación. Un partido insaciable, un candidato presidente que maneja todo el tinglado de la manipulación social, un presupuesto saqueado para sustentar una candidatura, todos los ministros con sus presupuestos públicos dirigiendo la campaña, veintiocho mil militantes del PLD financiados a través de la nómina pública, “asesores internacionales” que son a su vez proveedores del Estado, monopolio mediático que asfixia la libre expresión, uso de los mecanismos coercitivos: DNI, DGII, etc. Y encima de eso, el rostro hegemónico de Danilo Medina como una agresión al espacio ciudadano, como una desmesura del poder demencial que se posee, como una prepotencia divina. No nos dejan espacio ni para respirar, y nos agreden robándonos hasta la clorofila. Yo, el candidato, pido permiso al poder para mirar la caída del sol en la tarde, sin que me agreda la media sonrisa falsa de un Dios.