Nadie es ignorante en su contexto personal. Con nuestras experiencias de vida, desenvolviéndonos en el medio cultural, simbólico y material en que nos tocó vivir, adquirimos conocimientos. Por el hecho de vivir y estar-en-el-mundo ya sabemos cosas. Los seres humanos vivimos inscriptos en lógicas sociales complejas, donde, más allá del alto o bajo de grado materialidad, existen jerarquías, estructuras simbólicas con las que se da sentido a la realidad, relaciones de poder y entendidos que establecen fronteras entre la vida y la muerte (lógicas religiosas, metafísicas, etc.). Desde lo cual damos contenido a los momentos del mundo que a través de la experiencia/sentidos captamos. Por tanto, toda sociedad humana es compleja. Así mismo, cada ser humano es un sujeto más de emergencias, de lo que tiene, que de ausencias, de lo que no tiene.

La modernidad occidental prevaleciente en el actual sistema-mundo, que se hizo hegemónica a partir del siglo XV con la colonización europea de las Américas, creó una jerarquía de lo humano según la cual, en la medida en que una “raza” estuviera más cerca del ideal europeo-blanco-occidental de humanidad, más próxima a lo humano estaría esa otra “raza”. Por el contrario, quienes más alejados se encontraran de ese ideal de lo humano (como nuestros indígenas y ancestros negros africanos) menos humanos se consideraron. Y en tanto no completamente humanos se podían esclavizar, explotar y exterminar sin mayores problemas de orden religiosos o morales.

El primer otro del europeo blanco-cristiano que fue colocado en un nivel de humanidad inferior fueron moros y judíos (por razones religiosas) durante la reconquista española del siglo XV.

Luego fueron los indios y esclavizados negros en las colonias de las Américas, primero igualmente por razones religiosos (no creían en el dios del cristianismo blanco-europeo), y después por su “falta de “razón” según el entendido de racionalidad europeo a partir del siglo XVII en el contexto de la Ilustración y el Iluminismo. En el siglo XIX el pretexto para deshumanizar al otro del resto del mundo no europeo-norteamericano fue que vivía “atrapado” en un tiempo anterior-primitivo fuera de la modernidad. Ya en el siglo XX el otro menos humano lo era por no ser “desarrollado” ni “democrático”. Y en este siglo XXI porque es irracional y fanático: los “terroristas” y “violentos” del Tercer Mundo. Entonces, la modernidad occidental, derivado de ese ideal de lo humano, estableció una jerarquía de conocimientos que privilegia el conocimiento surgido en las estructuras académicas occidentalizadas como el único conocimiento que tiene verdad en tanto es científica y racionalmente sustentable ya que “no está” contaminado por lo meramente corporal ni lo ideológico; y por consiguiente, es el conocimiento “universal”. Los conocimientos que se salieran de ese marco (que precisamente eran los conocimientos que formaban parte de las epistemologías de los pueblos que el Occidente blanco europeo esclavizó, exterminó y/o convirtió en subhumanos), fueron considerados, en el mejor de los casos, como folclóricos o localistas desprovistos de universalidad e inteligencia abstracta. De esa forma fue que se estableció histórica y epistemológicamente la idea de que quienes no poseen el conocimiento formal académico son “ignorantes” e incapaces de producir inteligencia.
(Esa concepción jerárquica del saber, parte, asimismo, de la estructura epistémica/ontológica del ego cogito cartesiano que estableció una radical separación entre el sujeto-sustancia pensante que en tanto piensa y duda existe y la cosa-ente conocida sin propósito ni sustancia. Por tanto, si el otro de ese ego cartesiano no pensaba (o pensaba de forma incorrecta) pues tampoco tenía sustancia: era un sujeto-objeto carente de propósito. Esto es, ontológicamente vacío).

Es importante hacer esta breve cartografía epistémica para situar en perspectiva histórica el prejuicio elitista y racista de la academia occidentalizada existente en nuestros pueblos. En la cual se forman nuestras castas dirigentes, las cuales, desde la hegemonía cultural, crean los discursos y dispositivos normativos-institucionales mediante los que las mayorías dan sentido a su realidad y construyen sus identidades formales. Y a partir de lo que se establecen nuestros marcos institucionales que no son otra cosa que la expresión material de los intereses de esas castas.

Vivimos, en ese contexto, en un mundo que excluye, racializa y folcloriza el conocimiento y los saberes populares de las mayorías. Nuestra música popular afrocaribeña con elementos del legado aborigen (que es mayormente mulata), por ejemplo, es considerada meramente folclórica nunca al nivel de la música clásica o las expresiones musicales provenientes del mundo europeo-norteamericano (blancas) las cuales, a diferencia de la primera, “sí tienen inteligencia”. Sucede lo mismo con los saberes populares con los que, desde sus comunidades y contextos sociales, la gente del pueblo desarrolla sus propias estructuras de trabajo (informal según el entendido de formalidad institucional), redes de solidaridad y lógicas afectivas. Así como la forma en que gestionan sus espacios. La mirada/discurso institucional considera esos saberes e inteligencias populares cosas primitivas y/o básicas, esto es, insuficientes (en el mejor de los casos las considera simpáticas). Esto porque se trata de conocimientos emergidos fuera de las estructuras académicas y discursos institucionales creados por “gente ignorante” que, supuestamente, en tanto no educada en la formalidad, “no sabe pensar”. De tal modo que el Estado y la academia, para dar racionalidad y contendido a esos conocimientos, deben intervenirlos para “llenarles sus vacíos”. Si no intervienen estos dos últimos actores –estado y academia- no solo simbólicamente esos conocimientos se excluyen (dejándolos fuera del ideal de lo humano que al principio hablamos) sino que formalmente, mediante los instrumentos institucionales, pueden ser colocados en la ilegalidad, esto es, susceptibles de intervención punitiva. Es lo que sucede cuando comunidades pobres se organizan para ocupar espacios abandonados o para asegurar su propia seguridad ante el olvido gubernamental e incapacidad/corrupción estatal/institucional. La lógica de la jerarquía de los conocimientos establece que la gente que vive al margen de la formalidad es “irracional” y, por consiguiente, no puede decidir por sí misma en aras del “bien común”.

Eso es lo que prevalece en nuestras sociedades. Planteamos aquí, sin embargo, romper con esos paradigmas para hacernos de un entendido del conocimiento no jerárquico (ni epistémica ni ontológicamente) que considere el conocimiento formal de la academia solo como otro conocimiento más que confluyendo e interactuando con otros tipos de conocimientos, derivados de otras estructuras epistémicas y experiencias, puede enriquecerse y dimensionarse. Un paradigma epistémico no colonial ni racista que reconozca la experiencia y el cuerpo (el sentir) como lugares desde los cuales se puede crear conocimiento e inteligencia. Es decir, desde donde también la gente puede enunciar legítimamente. Así las cosas, la educación no sería tan solo un proceso basado en saberes jerárquicos como lo es actualmente en la mayoría de nuestros pueblos, donde se privilegia el saber occidental en desmedro de otros saberes y ontologías (otras historias y memorias), sino que sería una experiencia donde el ser humano está constantemente aprendiendo en la medida que vive-está-en-el-mundo. La educación sería parte del vivir y del sentir: desde las cosmogonías religiosas varias que en cada pueblo o contexto cultural nuestro pueden haber hasta los relatos populares y la inteligencia que éstos encierran. Un aprendizaje pruricultural y diverso sin jerarquías ni lógicas binarias.

En ese contexto, las instituciones educativas dejarían de ser entidades física y estructuralmente lejanas de las comunidades, sino que, al contrario, parte de éstas. Esto es, la educación (de la vida, no solo académica) más que un proceso sería una experiencia que incorpora la mente/cuerpo (superando la limitada dicotomía cartesiana existente) y la vida social con todos sus variantes y complejidades. Iniciemos, pues, el camino desmontando falsos entendidos sobre el conocimiento derivados de estructuras epistémicas y ontológicas que, en tanto han sido naturalizadas, ocultan la deshumanización y racismo que históricamente significaron y significan.

Son muchas las inteligencias (mucho más que el específico e insuficiente conocimiento del mundo de la universidad occidentalizada) que diversos grupos humanos nos han legado con sus cosmogonías, músicas, filosofías, saberes populares, entre otros, a lo largo de la historia. Y además, para concluir, ninguna civilización se ha hecho a sí misma en la historia: toda civilización es el producto de relaciones con otras civilizaciones o grupos humanos, de modo que en cuanto al conocimiento y el saber, no importa de qué civilización, “raza” o grupo humano hablemos, la esencia no existe. Todos hemos tomado algo de otros: lo que hoy somos es el resultado de lo que mucha gente que estuvo y ya no está nos legó y nosotros legaremos a los que vendrán.