La preocupación intelectual sobre los dominicanos que residen en los Estados Unidos viene desde muy lejos, desde la década de los ochenta y  noventa, en que su población no lograba llegar al medio millón. Para esa época se suscitaron importante debate entre intelectuales dominicanos sobre esta inmigración y su nuevo estilo de vida social y cultural en Norteamérica y los efectos que acarrearía a la sociedad dominicana.

El intelectual Silvio Torres-Saillant, en El retorno de las yolas. Ensayos sobre la diáspora, democracia y dominicanidad (1999) otorga un reconocimiento a los miles y miles de dominicanos que han emigrado a hacia la sociedad Norteamericana.  En ese texto Torres-Saillant comienza a desmontar los diversos discursos políticos e ideológicos que sobre la diáspora han construido muchos de nuestros intelectuales dominicanos. Con lucidez y esfuerzo mental desarticula todos los planos conceptuales que se han edificado de manera negativa hacia estos emigrantes que viven en los Estados Unidos.

Así vemos como el ensayista Manuel Núñez en su  texto  El Ocaso de la nación dominicana (1990) dice que  la sociedad norteamericana transfiere a los emigrantes dominicanos sus necesidades y sus modos de vida –hábitos de consumo, integración legal e ilegal-, ya que sus destinos individuales se fraguan en el suelo americano. Para poder sobrevivir tendrán que americanizarse.  Y el autor critica que el emigrante dominicano rechace la transformación de su sociedad para amoldarse a los ideales mediocres de una precaria prosperidad material en donde está establecido.

En esa misma línea el escritor José Rafael Lantigua aborda la temática de los emigrantes dominicanos en su texto La conjura del tiempo. Memoria del hombre dominicano (1994). Ahí dice  que el dominican-york tiene, en su generalidad, una procedencia rural y, en el caso de los citadinos, mayormente barrial. Aun en los casos en que estos connacionales tienen una procedencia de mayor nivel social y cultural, en el fondo son reos de malos hábitos de conducta, de desfases sociales agudos, de dramas familiares que subyacen permanentemente en sus apremios vitales y de formas de concebir y vivir la vida alejados de patrones morales y espirituales bien fundamentados.

Contrario a estas ideas, el escritor y novelista Andrés L. Mateo  en su texto Al filo de la dominicanidad (1996)  reconoce  la producción intelectual del dominicano en los Estados Unidos. La colocó  más allá de toda epopeya económica, como si por hallarse en semejante situación, la angustiosa reproducción de la vida material les castrara el espíritu.

Hoy, a más de dos décadas sobre estas reflexiones,  con el drama de las zonas grises, de la hipercorrupción, la mafia política , el hundimiento ético-jurídico que asfixia la sociedad dominicana, muchas de esas ideas  sustentadas por estos intelectuales contra el inmigrante dominicanos en los Estados Unidos  son anacrónicas y no merecen ser objeto de análisis en estos tiempos.

Sin embargo, en esta era del cibermundo, los dominicanos que han emigrado a otros países al igual que los que viven en el país, confluyen  en la interrelación social y digital, ya que el ciberespacio y las redes sociales les han colocado en una horizontalidad cultural y cibercultural en que las distancias se desdibujan.

Más que nunca, los inmigrantes dominicanos en la era del cibermundo  se sienten más afianzados en sus valores, los cuales los viven entre los entramados virtuales y reales. Ellos comparten más que en otro tiempo con sus familiares  de República Dominicana, gracias a los entornos virtuales. El ciberespacio le ha facilitado y dado fluidez, a su vida, cosa que no se da en espacio físico petrificado.

Hace más de 15 años cuando residía en Nueva York llegué a escribir en mi columna Temas Ciberespaciales (suplemento Cultura del Siglo, del desaparecido periódico El Siglo) sobre la emigración dominicana en la sociedad americana y en alguno de esos artículos dije lo siguiente: (…) “muchos intelectuales no entienden que el término de dominican york implica toda una estrategia de poder que oculta toda responsabilidad sobre los males sociales que nos aquejan como nación, y por tanto es una política de corte autoritario que buscan un rostro virtual en donde recargar la culpa de dichos males sociales que nos han aquejados desde que se comenzó a fraguar la nación dominicana en los inicios del siglo XVII” (…)

Al mismo tiempo que enfatizaba: “Nuestras fallas históricas siempre están en mirar los males de nuestra nación hacia afuera: Los haitianos, el imperialismo yanqui, los dominican-york; nunca nos miramos hacia adentro, hurgando en nuestras tradiciones sociales, en las formas en que se forjó nuestro Estado moderno (1916-1924), de cómo han fracasado los proyectos liberales, y han predominado la desorganización social, el autoritarismo. Nuestro orden ha sido el desorden social, la falta de institucionalidad, los cuales también han sido analizados por muchos intelectuales entre los que se destacan Ramonina Brea, José Oviedo, Pedro Catrain, Diógenes Céspedes, los hermanos Espinal, entre otros. Pero que nadie le ha hecho caso”. (Ver mi texto: Hackers y filosofía de la ciberpolítica, 2012).