El sol parecía perezoso aquella mañana de diciembre. Había tardado en aparecer sobre los amarillentos y milenarios muros de Jerusalén y sus tenues rayos apenas calentaban el frío pavimento de la antigua Vía de Juliano. Una brisa glacial hería las mejillas y retozaba sobre los revueltos cabellos de dos jóvenes que cogidos de la mano esperaban la llegada del autobús, a menos de una cuadra del hotel King David. El sonido de los vehículos corriendo rápidamente hacia el sur, donde se halla el centro comercial judío destruido a comienzos de la guerra de 1948, se entremezclaba con el cántico sereno de los pinos y los eucaliptos mecidos por el viento.
Desde mi habitación se veían claramente los verdes senderos del Monte de los Olivos. Y, más allá, las viejas y sagradas murallas de la vieja ciudad. Frente a las vetustas murallas del muro occidental, o Muro de las Lamentaciones, judíos de luengas barbas madrugaban para decir sus antiguas oraciones oscilando rítmicamente el pecho hacia delante, en señal de reverencia. Con sus ojos arrugados sobre pequeñas biblias ajadas y maltratadas por el agua, el tiempo y el uso, aquellos ancianos cumplían metódicamente el ritual de dar gracias a Dios por haberles permitido vivir hasta aquel día.
En irregulares orificios construidos por la acción de los elementos en el tiempo, aquellos piadosos señores hacían extrañas peticiones al Altísimo en rústicos papeles, cuidadosamente doblados, que la lluvia y el sol después destruirían. A escasa distancia, en la cúspide del Monte Moria, centenares de árabes luciendo sus vistosos y largos atuendos, dejaban sus calzados a la puerta de la inmensa mezquita de Omar, para orar sobre la roca central desde la cual Mahoma ascendió al cielo. Dos antiguos pueblos, unidos por fuertes vínculos nacidos mucho tiempo atrás, y distanciados por modernas rivalidades políticas, coexistían tranquilamente aquella mañana fría y soleada de diciembre.