El 20 de diciembre de 2015 fue testigo del fiasco acaecido durante la ceremonia de premiación de la más reciente Miss Universo cuando el presentador Steve Harvey erróneamente coronó a Miss Colombia para apenas tres minutos después despojarla de su cetro y banda ya que la “verdadera” ganadora era Miss Filipinas. La organización del evento y el propio Harvey trataron de remediar aquel error sin embargo, decenas de reportajes, comentarios y tweets despertaron cólera, pena y solidaridad entre millones de seguidores y lectores en todo el globo. El incidente también motivó declaraciones que no pueden ser catalogadas de otra manera que no sea de “bizarras”. Como la del presidente colombiano Juan Manuel Santos quien afirmó: “Ariadna, tú seguirás siendo nuestra Miss Universo” (¿Pero acaso no es ya “oficial” que no lo es?); como el comunicado que emitió el Concurso Nacional de Belleza de dicho país en referencia a la agraviada: “El cruel desenlace puso a prueba su hidalguía, serenidad y don de gentes” (¿Es que se trata acaso de un guerrero aqueo siendo elogiado por su conducta ante los dorios?); o tal como la oferta de un millón de dólares hecha a Miss Colombia por Steve Hirsch, ejecutivo líder del estudio cinematográfico porno Vivid Entertainment a fin de que filmase “al menos una película con el compañero sexual y los actos sexuales de su preferencia, tal como han hecho otras celebridades”, en palabras del magnate.

Estos párrafos ―desprovistos de análisis sociológico alguno sobre el fenómeno de Miss Universo ni de sus implicaciones geopolíticas, económicas y antropológicas― pretenden, a propósito del pasaje ya descrito, trazar una línea entre la concepción de lo bello que prevaleció en la antigüedad y la construida en la época reciente, escenario de la dramática lucha entre la belleza de la provocación y la belleza del consumo a que ha aludido Umberto Eco.

Es conocido que los helénicos, fuente primaria del pensamiento occidental, carecían de una “estética” consumada propiamente dicha, es decir, no disponían de un cuerpo de sostén teórico, de una “superestructura” que le otorgase categoría propia y particular al concepto de lo bello. De hecho asociaban belleza a ideas tan aparentemente “dispares” como la bondad o la justicia. En el voluminoso ensayo Historia de la belleza Eco da sostén a dichos planteamientos cuando establece que no parecería posible que tras la lectura de los textos homéricos se lograse evidenciar una “comprensión consciente” de la belleza ni que ello luciera ser relevante.

En esa Grecia antigua, para algunos la iniciación erótico-filosófica en persecución de la idea de belleza estaba representada por el deseo; para otros, como los sofistas, ella constituía simplemente lo que producía placer en la contemplación a través del uso de los sentidos. Epicuro por su parte, afirmaba que belleza no era una característica particular al objeto sino más bien el sentimiento placentero originado desde el ser ante ella.

En ese orden, la compleja dinámica creada por la influencia de los sentidos en la categorización de la belleza por un lado, y la conformación de dicho concepto a través de las cualidades “cerebrales” ―el alma y el carácter― por el otro, modificaría profundamente dicha percepción sensorial (véanse las dudas de Platón en el Banquete). Cabe alertar aquí sobre la ulterior dicotomía ocurrida entre estética y belleza; la primera ―abordada como tal por vez primera por Baumgarten en 1750― habla de la ciencia cuyo objetivo es determinar la esencia de lo bello. Es Immanuel Kant quien tiempo después libera la estética al ella adquirir independencia como disciplina filosófica; en los albores decimonónicos su pensamiento deja establecido cómo el criterio estético está fundamentado en el agrado del sujeto más allá de cualquier juicio de conocimiento basado en concepciones a priori.

La multiplicidad de interpretaciones que sobre lo bello elaboraron nuestros pensadores originarios con frecuencia merodeaba alrededor del concepto de proporción armónica ¡Como si acaso la medición física fuese un parámetro invariable! Así, Policleto fija un canon que establece que la belleza consistía en la proporción corporal correspondiente a siete veces la altura de la cabeza hecho revelado en su celebrado Doríforo, magistral estatua del portentoso y a la vez sublime guerrero quien armado de una espada balancea su cuerpo entre ambas piernas. Vitrubio por su parte, la define escuetamente como la proporción armónica de las partes, y el San Agustín medieval la explica como unidad y orden que surgen de la complejidad.

Siglos después, durante la Edad Media el dogma y la filosofía católica entendieron la belleza como un rasgo proveniente del todo creado por Dios; ella se asumía como una cualidad etérea que tras marchitarse con el paso del tiempo conllevaba a la eterna y permanente belleza espiritual del más allá. Categorizar lo bello, pues, basados únicamente en una perspectiva anciana o moderna tal como ha indicado Eco conllevaría a una comprensión deformada donde dicho concepto estaría atrapado entre su construcción original y las ráfagas de la posmodernidad líquida ignorando así los códigos que sobre la belleza desarrollaron los hombres y mujeres pobladores de la Edad media, el Renacimiento y la pre modernidad.

La belleza y su fugacidad en ocasiones adquieren también manifestaciones más allá de los esquemas y epistemes hasta ahora aquí discutidos; como ejemplo bastaría el contraste político-filosófico plasmado por el cantautor Luis Eduardo Aute en una de sus imperecederas canciones justamente titulada La belleza: Y ahora que ya no hay trincheras / el combate es la escalera / y el que trepe a lo más alto / pondrá a salvo su cabeza  aunque se hunda en el asfalto / La belleza. Es la voz poética que lamenta la desaparición de la bondad y la solidaridad; la misma que casi utópicamente se aferra a unos ojos como ansiados refugio de esa belleza: Reivindico el espejismo / de inventar ser uno mismo, / ese viaje hacia la nada / que consiste en la certeza / de encontrar en tu mirada / La belleza.

Si bien la explosión mediática contemporánea ha llevado (e impuesto) la imagen de lo bello a todos los rincones de nuestra cotidianidad, no menos cierto es que paradójicamente su iconografía se manifiesta con rasgos profundamente dispares. Lo hip y lo decimonónico, las cabelleras de L’Oréal y el cráneo rasurado van de la mano tanto de voluptuosas como famélicas modelos. Es el sincretismo total, el absoluto e imparable politeísmo de la belleza, como sentencia Umberto Eco.

Colofón: El galáctico encanto de Miss Colombia apenas reinó por tres minutos y en esa eternidad extática el mundo suspiró aturdido por su figura para muy pronto trasladar las miradas a una filipina recordándonos cuán amargamente breve puede ser la belleza. Breve, sin embargo poderosa. Tal como lo acaecido a Menelao en las páginas de la Ilíada, quien luego de culminada la conquista de Troya se dispone a asesinar a su traidora esposa, mas su brazo rabioso es paralizado ante la visión del hermoso seno descubierto de su Helena.