El principal aporte del recientemente fallecido escritor italiano Umberto Eco al estudio del pensamiento político contemporáneo es el de haber resaltado, en su célebre ensayo “Fascismo eterno”, que el fascismo, a pesar de sus rasgos autoritarios, “no era cabalmente totalitario”, lo cual atribuye a “la debilidad filosófica de su ideología”, es decir, al hecho de que “no tenía una filosofía propia” sino que tan solo contaba con “una retórica”. A juicio de Eco, “el fascismo era un totalitarismo difuso”, no constituyendo “una ideología monolítica, sino, más bien, un collage de diferentes ideas políticas y filosóficas”, caracterizado por un conjunto de propiedades, 14 en total, que contribuyen a comprender, para usar una frase de Freud, el “malestar cultural” que sufren nuestras sociedades y que bien podría denominarse el fascismo del siglo XXI. Lo novedoso de la aproximación de Eco al fascismo es que, para el escritor, “es posible eliminar de un régimen fascista uno o más aspectos y siempre podremos reconocerlo como fascista”, bastando incluso con que una de estas características “este presente para hacer coagular una nebulosa fascista”.

Hay algunas de las propiedades del fascismo apuntadas por Eco que no son tan ostensibles en la actualidad, por lo menos en el ámbito latinoamericano (1. culto a la tradición; 2. rechazo del modernismo; 9. principio de guerra permanente, antipacifismo; 10. elitismo; 11. heroísmo, culto a la muerte.; 13. oposición a los gobiernos parlamentarios, por ejemplo), pero hay otras que vienen como anillo al dedo a la situación que enfrentan algunos de nuestros países. Así, es más que notorio como en la prensa y en las redes sociales (y sus géneros literarios del tuit y del post), cada día es más frecuente un discurso –mejor dicho, una jerga- en donde se fomenta: 3. el culto de la acción por la acción (“pensar es una forma de castración”); y 4. el rechazo del pensamiento crítico, lo que impide operar distinciones, que es “señal de modernidad” y lo que propicia que se considere que “el desacuerdo es traición”. Por ello, en el caso dominicano, no es casualidad que toda crítica legitima y permitida por nuestro ordenamiento a las leyes y sentencias en materia de nacionalidad e inmigración sea vista como un acto de “traición a la patria”.

La tesis del fascismo eterno aplica perfectamente a Republica Dominicana en lo que respecta al rasgo No. 5: el miedo a la diferencia. Lo que caracteriza en sus primeros estadios al fascismo es el llamado contra los intrusos, sean los inmigrantes o los homosexuales. Ello explica por qué los mismos grupos ultra nacionalistas que apoyan la desnacionalización de los dominicanos de ascendencia haitiana y que promueven el odio a Haití y a los inmigrantes haitianos son los mismos que se oponen al derecho de los miembros de la comunidad LGBT a ser tratados sin discriminación -como quiere y manda la Constitución dominicana en su artículo 39- y que denominan “feminazis” a las feministas. Esto conecta con la característica No. 12 del fascismo eterno: la “transferencia de la voluntad de poder a cuestiones sexuales”, lo que implica “machismo, odio al sexo no conformista” y homofobia visceral.

Por otro lado, una de las características fundamentales del discurso fascista es el nacionalismo y la xenofobia que se manifiestan por una “obsesión por el complot” (No. 7). Todo fascismo parte de una teoría de la conspiración: en el caso de los nazis, el plan de dominación mundial de los judíos. En nuestro país, la teoría de la conspiración más extendida es la supuesta “fusión de la isla” que perseguirían las grandes potencias. Curiosamente, este mito se origina en la propuesta de Joaquin Balaguer de una confederación dominico-haitiana, expuesta por vez primera en la década de los 40 del siglo XX y reafirmada en los 80 en su libro “La isla al revés”. Todo esto conecta con la propiedad No. 8 del fascismo: la “envidia y miedo al enemigo”. Estos se manifiestan, en el caso de los ultranacionalistas dominicanos, en el señalamiento del poderío del lobby haitiano en los Estados Unidos, sus lazos con el clan político de los Clinton y su conexión con empresarios dominicanos y estadounidenses con inversiones en Haití.

Es importante resaltar que el fascismo puede ser populista si cuestiona la democracia parlamentaria: pero no necesariamente fascismo y populismo coinciden. El caso venezolano es interesante pues el chavismo radical denomina fascistas a los líderes de la oposición democrática, evidencia de un rasgo fascista en el chavismo pues, precisamente, como indica Eco, el fascismo usa la neolengua como una manera de limitar el razonamiento crítico y promover la confusión conceptual. Se puede afirmar entonces, junto con Pablo Piccato y Federico Finchelstein, que “todos los fascismos fueron populistas, y no todos los populismos son fascistas, aunque pueden retomar los caminos del fascismo”.

En este sentido, el fascismo más peligroso parecería ser ahora no tanto el interno de las naciones de nuestra América, sin embargo, sino el que emergería en los Estados Unidos de un eventual triunfo de Donald Trump en la convención republicana y en las elecciones presidenciales de noviembre. El llamado de Trump contra los intrusos mexicanos y los enemigos musulmanes y su discurso guerrerista tiene una clara connotación fascista. Pienso, sin embargo, que Trump más que fascista es un populista de derecha, con un discurso políticamente incorrecto, expresión de lo que Zizek ha denominado “la insoportable levedad de la vulgaridad” publica. Pese a su retórica extravagante, en la práctica, Trump es más moderado que Ted Cruz, quien resultaría ser el verdadero “candidato manchú” de la ultra derecha estadounidense, célula durmiente de un “fascismo light” que se activaría en el momento preciso en que sucumba Trump socavado por el establishment republicano.