Las banderas a lo largo de esta calle del Bronx pueden hacer pensar al transeúnte desorientado que ha entrado a una zona exclusiva para locales de la ONUP, Organización de Naciones Unidas Pobres.
La bandera de Puerto Rico debajo del letrero "LAUNDROMAT" induce a inferir que el encargado de esta lavandería laveustedmismo es boricua. Es un mulato sin descendencia casi anciano, con un llavero de cien llaves enganchado a un tirillo del pantalón. Trata de ser amable con los clientes, especialmente con aquellos callados, que siguen al pie de la letra las instrucciones en los avisos con la palabra NO distribuidos encima de las lavadoras alfabéticas que piden, tintineando, dólares en monedas para empezar a dar vueltas. Pero, ay del destino del hombre, el encargado sufre de los riñones, del hígado, de migrañas, de la próstata, de una esposa mártir, de un retiro que no llega, y esa obstinada uña enterrada lo mantiene cojeando y con un humor de pitbull picado por avispas caballonas.
El afroamericano, bajo el ojo del encargado, ha acabado de lavar; toma un carrito cargándolo con sábanas, toallas, pantaloncillos, pantalones de lana y otras prendas necesarias para el hombre moderno. Está feliz, con esa felicidad producida por no tener mujer ni hijos y sí tener marihuana enrolada en corteza de tabaco, consumida antes de las 3 de la tarde de un martes casi primavera, después de varios pancakes con Fanta de naranja. Mientras arroja la ropa a la secadora rapea:
"Tripping in the laundry
just a little bit
Washing all my blankets
just a little bit
Gonna sleep well tonite
just a little bit
Got Downy in my hands
just a little bit
Putting quarters in the dryer
just a little bit
All women they are watching
just a little bit
yeah… c’mon…"
El afroamericano termina de meter monedas en la secadora, presiona Start y, sobre una mesa para ser usada exclusivamente para doblar ropa seca, con sus grandes manos, toca un redoble de tambor como muy largo y como muy sonoro ante la indignación del encargado que vocea ITOLDYOU desapareciendo detrás de una puerta con el letrero de "NO ADMITTANCE".
El afroamericano sale un momento a la bodega. Al minuto llega una patrulla. Los policías entran, miran alrededor, deciden que yo soy el ciudadano que luce más sospechoso.
"What is your problem?", me pregunta el rubio peinándose el bigote con el índice y el pulgar.
"ItsnotmeofficerImcitizen", contesto ipso facto notando cómo en la secadora un t-shirt azul siempre cae encima de uno marrón. En ese momento entra el afroamericano, en ese momento aparece el encargado señalándolo. Los policías salen con el afroamericano. En la acera le explican muy amablemente lo conveniente que es para todos en el barrio si él no regresa a esta lavandería tan cerca de su casa, que vaya a la que queda en East Tremont, está más lejos pero es mucho más grande. El afroamericano entra escoltado por los policías; saca su ropa, todavía humeda, de la secadora, mirando al encargado musita: "I can’t believe you called the cops on me pops".
Cuatro gatos callejeros, al lado del buzón, miran a la patrulla alejarse.
Más allá, en la otra acera, ya es o ya fue Octubre. La bandera de Etiopía contrasta con el blanco de la madera de la casa. En un cartel, con los mismos colores de la bandera, está escrita tres veces la palabra NKULELE; creo que significa Libertad. El hombre que aquí vive usa sombrero de colores, tal vez educado en Europa, tal vez exiliado por razones políticas como el hambre y el terrorismo. Su esposa tiene dreads cortos, siempre están juntos. Son ciudadanos parcos. Nunca levantan la voz, si lo hicieran nadie entendería, siempre hablan en su lengua antigua, que agoniza como agonizó Menón en Troya.
La casa vecina no tiene una, tiene tres banderas dominicanas. El constante olor a fritura en este día festivo induce a inferir que la estufa dura 24 horas prendida friendo algo avícola o porcino; una bachata, porque ahora solo oyen bachatas, se puede escuchar, y bailar, desde la acera y los hombres y mujeres viviendo aquí no saben hablar si no es voceando. En el verano celebran barbecue cada sábado trayendo familiares desde Queens, Brooklyn y Washington Heights. Ese día la fiesta es usualmente acabada por la policía, no por violencia, se llevan muy bien, sino por bullosos.
Es o fue el jueves de Thanksgiving, el día del pavo, el etíope recicla en su zafacón evitando una multa. Un vecino dominicano jabao se baja de un taxi tropezando con sus cordones sueltos.
"Happy San Guibin África", saluda el dominicano al etíope. Está feliz, con esa felicidad producida por medio pote de whisky bueno consumido antes de las tres de la tarde y después de un opíparo lonche de víveres con salami; con esa felicidad producida por un divorcio reciente y por no tener que ir a empacar carne dentro de un congelador gigante por los próximos tres días.
"I do not celebrate the killing of indians", contesta el etíope serio, con esa seriedad producida por haber atravesado a pie desiertos y haber visto, junto a su esposa, a un hombre ser devorado vivo por las hormigas.
"¿Qué le pasa æte moreno?", musita el dominicano taconeando duro, "ZAPE ZAPE", para espantar a cuatro gatos callejeros que observan.
Casi en la esquina, ninguna bandera cubre ninguna parte de esta casita de ladrillos donde vive una vieja sola. Esta ciudadana, al amanecer y al ocaso, coloca en sus escalones varios platos con atún o tuna y otras delicias para los gatos callejeros. Esta urbana ermitaña, como un inédito verso del poema Los Justos de Borges, está tratando de salvar al mundo. Bueno, por lo menos a los gatos callejeros de esta calle porque a mí mismo no me ha brindado ni una sonrisa.