El 24 de abril de 1965 se desataba en Santo Domingo, la capital de la República Dominicana, una insurrección militar y popular que exigía el retorno del gobierno legítimo de Juan Bosch, el Congreso legal  y la constitucionalidad democrática, emanada del proceso limpio de 1962 y 1963. Todo aquello había sido derogado y derrocado por el golpe de Estado de 1963.

Pero aquel glorioso 24 de abril, menos de dos años después, en este país pequeño, víctima de siglos de vejámenes y opresiones, un ejemplo inédito se abría paso en calles y cuarteles. Eran los frutos del movimiento «Enriquillo», de las conspiraciones constitucionalistas del entonces teniente coronel Rafael Tomás Fernández Domínguez, junto al liderazgo de Juan Bosch quien, desde el asilo otorgado por Luis Muñoz Marín en Puerto Rico, inspiraba moral y políticamente la unión de fuerzas militares y civiles, en un sueño de David contra Goliat.

El 27 de abril de 1965 ya no quedaba nada del gobierno golpista («Triunvirato») ni había en el horizonte quien pudiera detener la victoria popular, impulsada por aquello que Ernesto «Che» Guevara llamaba el factor «X». La «junta militar» estaba en el suelo y con notorios conflictos entre los jefes contrarrevolucionarios. En ausencia de los líderes iniciales de la rebelión, los combatientes se aglutinaban en torno a Francisco Alberto Caamaño, quien poco tiempo atrás era conocido como un joven comandante de las fuerzas represivas de la policía y ahora se erguía como jefe de la lucha más hermosa en un siglo de Historia nacional. Pero aún faltaba por entrar en juego un elemento, sin duda desequilibrante, al que echaron mano los militares «gorilas» y los políticos traidores.

La embajada de Estados Unidos en Santo Domingo y la CIA habían estado dando todo el apoyo que podían a los golpistas de 1963 en esta lucha en la que vencía el Pueblo dominicano. El presidente Johnson y su staff supervisaban directamente el curso de los acontecimientos, aunque al principio les fuera difícil prestar la debida atención por estar involucrados de lleno de los asuntos de la invasión a Vietnam. Ese comportamiento fue variando con las noticias que llegaban desde Santo Domingo, anunciando la supuesta infiltración y creciente liderazgo del «castro-comunismo» en la rebelión que miraban, pero no aceptaban, ni podían ni querían comprender.

El 28 de abril de 1965, a las 6:53 pm, la jefatura de la avanzada naval que EE.UU. tenía frente a las costas dominicanas recibió la orden de iniciar el despliegue de los primeros 500 hombres. El presidente Johnson habló en cadena nacional para explicar que se trataba de una solicitud de la «junta militar dominicana» para proteger la vida de ciudadanos estadounidenses en el país caribeño. Menos de dos semanas después ya habían desembarcado en suelo dominicano 23 mil hombres de los Estados Unidos liderando una «Fuerza Interamericana de Paz» creada por la OEA con la participación de los gobiernos dictatoriales de Honduras, El Salvador, Nicaragua, Brasil y Paraguay, además de Costa Rica que «aportó» 21 hombres. Tan sólo Chile, Ecuador, México, Perú y Uruguay se opusieron a aquel burdo teatro, más la abstención de Venezuela.

Con el alegato de asegurar la «paz» e impedir una expansión del comunismo, Estados Unidos, líder de la democracia y el «mundo libre», ponía la bota militar encima de un país pequeño donde los ciudadanos y los mejores oficiales de las Fuerzas Armadas y la Policía se habían levantado precisamente para defender la democracia, el gobierno electo y la Constitución legítima. Durante cuatro meses las fuerzas rebeldes dominicanas resistieron heroicamente la embestida de la potencia militar más grande de la Tierra y, además, del genocida «Gobierno de Reconstrucción Nacional» creado por los invasores, y encabezado por el golpista y traidor Antonio Imbert Barrera.

Que no se nos olvide esa fecha ni esa hora: 28 de abril de 1965, 6:53 de la tarde.

Esa es la hora en que militares y políticos, usando todo tipo de justificaciones, se pusieron de rodillas al servicio de la potencia más grande de la Tierra, entregándoles República Dominicana para que, en nombre de impedir “otra Cuba en el continente” (y hoy dicen “otra Venezuela”), hacer de este país la Cuba que tenía como traspatio Estados Unidos antes de 1959.

Ese es el día y la hora en que, en el acto más heroico y democrático de este país desde 1865 a la fecha, pueblo y soldados convirtieron una pequeña porción de la zona norte, la Ciudad Colonial y Ciudad Nueva, en el territorio libre ante la bota invasora y la traición de vendepatrias.

Esa es la fecha en que se empezó a imponerse la postdictadura, la tiranía legalizada de Joaquín Balaguer, los fraudes electorales, los gobiernos entreguistas, la masacre de 1984 y las políticas del FMI, la corrupción galopante, la impunidad, los negociados y los negociantes de la política, los salarios de hambre, la salud y la educación de miserias, el analfabetismo, los 335 niños que acaban de morir a inicios de 2017 por causas prevenibles, la desnacionalización masiva de dominicanos, la violación a derechos fundamentales, los niños obligados a trabajar y hasta a prostituirse, los contratos onerosos con transnacionales y las privatizaciones espurias. Ese día, a esa hora, se le confiscó el poder soberano al pueblo y se impuso el país que hay que desmontar y refundar, para hacer de República Dominicana una patria de seres humanos libres e iguales.