“El Príncipe” la obra más conocida y menos comprendida del florentino Nicolás Maquiavelo cumple 500 años. Dedicado a Lorenzo de Médicis con un tonito ‘lambón’ tan propio de consejeros, asesores y estrategas, el primer tratado de ciencia política mantiene sin duda su carácter de pionero, de texto imprescindible.  Es un clásico que admite leerse sosteniéndolo con una mano y manteniendo el periódico con la otra o, para estar ‘in’, con dos ventanas abiertas en el monitor.

Estaba revisando esa descripción genial acerca de cómo es el poder y nunca de cómo debería ser,  cuando la otra ventana, la de del día a día, me hizo reparar en cuanto y como se han ido degradando ciertas actividades, entre ellas la política. Y lo digo porque estoy convencido de que si en verdad interesa vivir mejores días hay que devolverle o construirle a la política la majestad perdida.

Síntoma de esa degradación es la frecuente alusión al “príncipe” teniendo en mente a algún personaje contemporáneo para adornarlo de alguna cualidad que se supone el personaje maquiaveliano tenía y el actual quisiera. Pero hay más.

Nicolás (Maquiavelo, por supuesto) demostró sin dejar dudas el carácter predictivo de la ciencia política pero nunca tanto como para que ahora se despachen algunos con una presunta certeza zodiacal, con datos que no pueden tener otro objetivo que atemorizar. Las factorías de príncipes no son parte de los orígenes de la ciencia política y sólo están dirigidas a lo único que esa forma de política fabrica con alguna eficacia: súbditos ignorantes y/o arrogantes.

Cuando esta obra clásica fue escrita cinco siglos atrás, los partidos todavía no existían y el príncipe a lo más que podía aspirar era al apoyo del séquito: un grupo de cortesanos lo más parecido posible a una secta representada en la sentencia que la haría inolvidable: “Dimidium corrupti sunt et dimidium etiam”.

Es cierto que Maquiavelo le recomendaba al príncipe mentir, pero también le advertía que debía hacerlo con prudencia y sólo en contadas ocasiones, pues si lo hacía siempre corría el riesgo de perder la confianza de los gobernados. Entonces, mentir siempre no transforma a un político en discípulo aventajado de Maquiavelo, lo transforma en mentiroso. También es bueno no olvidar a la luz de esas enseñanzas que la actividad política siempre pasa la cuenta sobre todo porque ya está probado que el encantador de serpientes no domina al ofidio con la música, sino con el movimiento de la flauta.

Ahora que la marea parece no poder ser contenida, se amenaza con iluminar y hasta encandilar nuevamente a una rejuvenecida muchedumbre con una nueva partitura: popular. Después que la global ización venció a la liberación y la lanzó en los brazos del peor de los pragmatismos, se vuelve  a partidos populares como el PP español que acompaña su nombre con un encantador “Populares” o la UDI chilena que también tiene el distintivo de “Popular”. En verdad debemos reconocer que ambos partidos tienen en común cuestiones que les dan carácter: son herederos de las dictaduras de sus respectivos países, Franco y Pinochet. Los nuevos populares seguro que tienen también su corazoncito y cuentan entre su dirigencia con servidores de las peores causas antidemocráticas gracias al reinado puro y simple de la impunidad política que desafía la advertencia de Maquiavelo sobre la pérdida de la confianza.

El olvido no es victoria sobre el mal ni sobre nada,
y si es la forma velada de burlarse de la historia,”
Mario Benedetti.

Si es difícil que algún político deba responder por actos de corrupción (la corrupción es siempre política), mucho más extraño es que responda por sus acciones políticas.  Dejo fuera la ética pues allí sólo vale la conciencia.  Esa impunidad política que se va haciendo parte de la cultura es la que explica que dictadores y malos presidentes regresen, o intenten regresar, como si nunca hubieran hecho lo que hicieron.

Frente a tal amenaza, la única medicina es rescatar la memoria. En toda mochila democrática tiene que ir cuidadosamente embalada esa capacidad de retener hechos del pasado que, sometidos a la prueba exigente de la ciencia, llamamos historia.

Si algo podemos observar en las transiciones exitosas -y hasta en las que no lo son tanto- es la importancia de la memoria por su presencia o por su ausencia, cuando la historia todavía no ha sido construida. Es en ese espacio cercano del tiempo pasado donde se juega el presente y el futuro, siempre tan amenazado este último por los “políticos ángeles” que quieren hacernos creer que vienen llegando.