Hoy, a 50 años de la caída del Che en Bolivia, he sido testigo desde La Habana del entrañable respeto, aprecio y admiración del pueblo y el estado revolucionario de Cuba a esta figura insigne de las luchas libertarias de los pueblos.

Yo no alcancé a conocerle; apenas llegaba a la edad de 12 años cuando ocurrió lo sucedido, aquel lejano 8 de Octubre, en los cerros de Bolivia.

Sin embargo, curiosamente, hace sólo unos días me encontré con él aquí en La Habana. Yo salía temprano de casa para mi caminata matinal de cada día; unos 5 kms en el cuadrante ensanchado de las calles 190-222 y las avenidas 25-17, en Cubanacán. Fue en el último tramo de la ave. 17, casi llegando a la calle 200, cuando nos encontramos de frente. Creo que ya nos habíamos visto antes, pero no así tan de cerca como para darme cuenta de quien realmente era; nada en su figura anunciaba su legendaria presencia; no calzaba botas ni llevaba atuendo verde olivo; no portaba boina ni fusil, tampoco le ví estrellas en la frente; pero era él. Lo supe en la fracción de segundo en que nuestras miradas se cruzaron y yo le saludé con un leve ademán de buenos días. Era el CHE. Sus ojos lo denunciaron, porque nada delata más la identidad de la sangre que los ojos. O tal vez era Camilo Guevara, uno de sus hijos nacidos en Cuba, llevando consigo la pesada mochila del guerrillero heroico.

De cuando en vez, muy de mañana, lo veo pasar frente a mi casa, y me hace recordar aquella querida presencia, que se ha quedado en Cuba para siempre, como dijera el poeta, con su clara y entrañable transparencia.