El miércoles 31 de mayo de 1961 amaneció tranquilo en Ciudad Trujillo. Aunque sin saberlo, la población (de 400 mil habitantes) estaba dividida entre quienes sabían y quienes no sabían.  Los pocos que sabían que la noche anterior había sido liquidado Rafael Leónidas Trujillo Molina y con él decapitada su dictadura de 31 años. Y la mayoría que ignoraba el histórico hecho.

Mientras el día avanzababajo el cielo  diáfano profundamente azul que cubría la capital de la  República, la gente se dedicaba a sus tareas cotidianas, al tiempo que por lo bajo se extendía un hervidero de rumores y conjeturas. Todo el mundo percibía que “algo se movía”, y no debía ser  nada bueno.

En el resto  del país, pocos estarían enterados de los acontecimientos, a excepción de los altos personeros que integraban la maquinaria de seguridad del régimen tiránico. La historia recogería el hecho de que los complotados no tuvieron oportunidad de comunicarse con nadie fuera de su estrecho círculo.

Mientras tanto, en París, Pierre Salinger, jefe de prensa de la Casa Blanca,ya había dado a conocer (diferencia de +6 horas) la  noticia a los corresponsales internacionales que cubrían la visita del presidente John F. Kennedy a Francia. Pero, ¿qué anónimo residente del ensanche Luperón, en esa época un suburbio rodeado de cañaverales en el extremo noroeste de la Capital, podía tener acceso a los cables de las agencias noticiosas extranjeras? Por tanto, hasta las 4:00 de la  tarde de ese día nadie en el Luperón supo nada.

Por mi parte, al mediodía había regresado de mis clases en la escuela primaria Republica de Haití, donde cursaba el sexto grado. Como a las  2:00 mi padrastro me dijo “Vamos allí”, sin darme ningún detalle, pues a los niños no se les debían explicaciones. Nos dirigimos a pie al Mercado Nuevo de la Duarte y allí él adquirió una serie de comestibles, en cantidad inusual; me llamó la atención que compró un  palo de cuaba grande, la resina de pino que se usaba para encender los fogones de carbón vegetal de uso extendido  entonces,  pero que se acostumbraba adquirir en pequeños  atados. Cuánta no sería mi alegría cuando mi padrastro contrató un “triciculero” para que transportara la compra a casa y me envió con el hombre montado yo en la parte delantera del  triciclo. ¡Un gustico largo!

Al regresar a casa, poco antes de las 4:00, me encontré con mi tío Alcibíades Torres, esposo de mi tía Emérita Valera, hermana de mi mamá, quien estaba de visita y se marchó rápidamente. Nunca supe qué conversó con mi madre, pero se notaba que había ido  allá  “a algo”.

A las 4:00 en punto ocurrió el anuncio oficial de la muerte de Trujillo. Lo escuchamos en la radio de doña Josefa Surriñach, vecina del frente y amiga de mi mamá, esposa del entonces sargento y años después  general Simón Tadeo Guerrero. Mi madre se echó a llorar, no de sentimiento por la muerte del Jefe, sino de miedo por lo que podría sobrevenir.

Nunca he olvidado el titular de primera plana de “El Caribe” al día siguiente: Vilmente asesinado cae el Benefactor de la Patria. Y el subtítulo: La Nación conmovida llora…