Con Barahona pasa lo que pasa con casi todas las poblaciones dominicanas: no tienen una identidad iconográfica. La razón es simple: el nombre podrá ser sonoro y antiguo, pero sus estructuras recién se podrían considerar urbanas no hará más de un siglo.
El Sur siempre ha sido tierra inhóspita. Juan Sánchez Lamouth le cantó a sus piedras y luego, todavía no encuentro el autor que se haya encarado con sus esferas desde el en-sí de su dureza.
Como punto costero y acceso a esa región, Barahona fue zona privilegiada por las tropas de Ocupación norteamericana.
En esta imagen apreciamos un caserío que más bien parece un dibujo a medio hacer. Sale humo del fondo, hay casas a edificios a medio hacer, las palmas obligatorias, una de ella incluso en toda su soledad, como si en sus alrededores todo hubiera sido podado, quedando ella como único testigo. Está la cordillera, un mar que toca la costa, sin rastro de embarcaciones. Estamos en Barahona.
La historia podría quedarse así de no ser por la anotación en la parte trasera:
“A small town when the rebells came in at night and shut up”
“Un pueblecito por donde los rebeles se aparecen por la noche y disparan”. Geografía difusa por no integrable dentro de los designios del orden imperial, este poblado, sin embargo, tiene que registrarse.
Ya sea por la espontaneidad de los soldados constando sus logros mediante la evidencia –la fotografía, o por el ojo directamente ocupante inventariando nuestra media Isla, por los burócratas ejercitándose en el arte del turismo, las fuentes serán muchas pero el producto será el mismo: la fotografía, la prueba de los trayectos que se han trazado en la dominación también simbólica que se va produciendo.
Aquí está Barahona, no sabemos qué en este momento: aldea, campo, poblado. El humo era la constatación de que algo se estaba calentando en la zona.